La exhibición en el MONFIC 2017 de la última película de Lucrecia Martel es, sin duda, uno de los puntos altos del festival. Y el entusiasmo de los colaboradores fue tal que tuvimos que volver a hacer un Todos A Favor, lo cual será el primer paso en una especie de mini dossier sobre la directora salteña, el cual incluirá tanto una crítica de Zama (que se exhibe hoy jueves 2 a las 17:30, y por última vez el sábado 4 a las 19hs) y una retrospectiva de su trabajo como cortometrajista. Por ahora acá estan tres compactas, escuetas y puntuales reseñas de sus tres películas anteriores.
La Ciénaga (2001)
Lucrecia Martel es una directora que invoca el horror detrás de lo cotidiano, a través de relatos en apariencia estancados y sin argumento clásico, que revelan desde la puesta en escena un ángulo donde la realidad deja ver un perfil siniestro en el que se sumerge. El sonido, los diálogos y la posición de la cámara son elementos cruciales para distinguir el relato de Martel y no empantanarse en su espesura. Es por la angulación y la luz que dos chicas abrazadas invocan a un monstruo de cuatro brazos o una aparición fantasmal. Es por los diálogos (ese relato del perro y la rata africana) que los incipientes dientes de un niño pueden sugerir, de nuevo, algo monstruoso. Y ya no es el diálogo, sino su tono desfigurado, el que embruja la atmósfera cuando dos niñas cantan “jano, jano” frente al ventilador. Es la atmósfera la que revela una cara oculta, impresa en la superficie de lo real. Un horror que se entremezcla con lo cotidiano, como los cuerpos de los gurises sobre la cama de la madre. No es el rostro de la madre lo que asusta sino cómo se des-dibuja detrás de esos lentes negros mientras, se rasca los ojos con agresividad. El relato televisivo de una mujer que asegura haber visto a la virgen en su tanque de agua, la obsesión de los que asisten al lugar tanto como la de quienes lo miran por televisión, funciona como contrapunto de lo que sucede: la gente desesperada por ver algo que en realidad flota detrás de lo visible. (JAB)
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La niña santa (2004)
Vida de hotel, a veces desarraigada, impersonal, siempre al paso del servicio de limpieza, obligada a jugar con la llegada de varios médicos a instancias de un congreso. Elena, la encargada del hotel, vive donde trabaja, sin claros límites entre una cosa y la otra, hecho que se ve acentuado por conocer a varios de los doctores y a veces participar del congreso. Su hija adolescente Amalia y su amiga Josefina tratan de encontrarle sentido a lo que aprenden en catequesis cuando no están soñando despiertas o, como por accidente, tienen momentos de exploración sexual. El Dr. Jano, que se empieza a relacionar con Elena a la par que tiene encuentros a ciegas con Amalia, quiere y no quiere que su estadía en el hotel se convierta en algo que violente contra el peso de su vida doméstica, el que lleva en cada uno de sus calculados movimientos. Así transmuta con sutil ligereza la segunda película de Lucrecia Martel, llevando al espectador por sobre aquellos espacios de la vida donde uno se encuentra en jaque entre su yo cotidiano y las penumbras del inconsciente. La directora demuestra su excepcional destreza para materializar emoción en la pantalla, emoción sumamente intima y pasajera, sobre todo mediante su uso de planos medios o primeros planos que con frecuencia recortan a los sujetos o los ponen en la periferia del encuadre, colores pocos saturados y una preferencia por mostrar el “tras bambalinas” de la rutina diaria de los personajes, sea durmiendo la siesta, en la cama pensando, o absortos en el aroma o detalle de otra persona. La mirada de Martel, si bien distintivamente individual, busca presentar la realidad de la forma menos manipulada posible, desarrollando la trama a través de encuentros, momentos reflexivos o anecdóticos, donde priman la atmósfera y el estado de ánimo. La niña santa también es testamento notable habilidad para dirigir niños y adolescentes, y para sacar de su elenco actuaciones naturales y honestas. (FC)
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La mujer sin cabeza (2008)
Lucrecia Martel en La Mujer Sin Cabeza, por momentos se parece a Hitchcock, con su obsesión por la efectividad de cada encuadre y su sensibilidad minuciosa con cada elemento que queda fuera y dentro del plano. Absolutamente todo lo que está allí importa: cada diálogo, como están dichos, como accionan los personajes en relación a lo que dicen, a dónde dirigen sus miradas, como visten y como se peinan. Todo es parte de una construcción dramática en acenso, que al principio cansa porque todo se sucede sin explicaciones, hasta que después empiezan a aparecer respuestas que atan algunos cabos y el caos crece. El retrato de clases y la mirada atenta sobre la conducta humana, que la directora ya había trabajado de manera brillante (también) en su primer película, aquí es atravesado por una historia que conlleva suspenso; la historia de una mujer que pierde la memoria y se ve forzada -inevitablemente- a enfrentar a su familia, a sus hijos y a sus amigos, mientras intenta re-descubrir quién es, o mejor dicho, descubrir quiénes son todos esos otros que dicen ser su familia. Se trata de una obra en la que, mientras la trama se sucede, las ideas (sobre la identidad individual, la pertenencia a determinado mundo, la construcción del pasado) se despliegan con una naturalidad milagrosa, que obliga a sus espectadores a ubicarse en un lugar reflexivo -el cual la directora evidentemente defiende más allá de que lo afirme en sus entrevistas- para dilucidar qué pasa entre medio de los personaje, en el aire que los atraviesa. Porque ahí es donde está el secreto de sus películas y ahí, es donde están las verdades de sus personajes. (AF)
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