Trainspotting (la original, la de 1996) nunca fue una gran película. Es una película buena, pero sobre todo es una película astuta y adecuada: una comedia negra ágil sobre heroinómanos, que reactualizaba ciertas tendencias del cine británico -en particular el cine pop de Richard Lester y la crónica social proletaria de Ken Loach– al cinismo canchero de los 90s. Pocos films de su era huelen más a la década que los vio nacer, y al mismo tiempo ayudaron tanto a definir lo que vendría después. Si bien el brit pop ya existía antes que saliera la banda sonora de la película de Danny Boyle, es muy posible que el uso de Blur y Pulp en publicidades no estuviese tan establecido, así como la idea que una película podía ser un “retrato social “(aunque las ideas de aleccionamiento político de Loach están bien lejos de las intenciones de Boyle) y también ser un espectáculo y un divertimiento con una estética que aunaba el realismo sucio con el videoclip. Es, en última instancia, una película relevante pero no imprescindible.
Parte del problema de volver a ver Trainspotting ahora, y que también termina contagiando a su secuela, T2, es que los factores que la volvieron novedosa en su momento ahora son comunes gracias a veinte años de publicidades que canibalizaron una estética ya de por sí publicitaria (así como la utilización de ese cinismo canchero), sin contar la herencia maldita que Boyle terminó dejando en el cine inglés, del cual Guy Ritchie es probablemente el que más sacó rédito. La importancia mal adjudicada que se le dio terminó un poco por derrotarla: sus hallazgos ahora son mal común de un montón de estudiantes de cine.
No hay realmente una razón para la existencia de T2, más allá de los escritos de Irvine Welsh el autor original de la novela, que continúo las líneas argumentales de sus personajes en los relatos de Porno, y en los cuales la película se basa bastante libremente. De hecho el retro 90 que inundó la estética de esta última década todavía no llegó realmente a su etapa Cool Brittania (quizás porque esa estética tiene mucho de “demasiado usado” y muy poco de cool), lo cual en última instancia podía llegar a ser un justificativo. Al mismo tiempo, parte de lo que hace a T2 tan “inmirable” es justamente su estética. Boyle sabe que la cámara se puede torcer hacía el costado. No parece tan seguro de por qué hacerlo, simplemente lo hace. Por momentos, más que referirse al aspecto visual del film original, Boyle parecería estar imitando la estética grasienta, falsamente industrial de un capítulo de The Hunger (la serie de HBO derivada de la película vampiresca de Tony Scott y presentada por David Bowie, que ya era suficientemente horrible).
Una de las cosas que hacen más molesta e innecesaria a T2 es su creencia en la nostalgia. Una y otra vez la película de 2017 necesita referirse a la de 1996, ya sea utilizando fragmentos de la misma como reactualizando sus escenas más conocidas. Es entonces que, por ejemplo, el discurso de “Choose Life”, tan remanido, tiene ahora su versión 0.10, y Renton incorpora a facebook y youtube dentro de las items que la clase media utiliza para obnubilarse. El resultado es fallido y apunta a algo incluso más rancio: la nostalgia de ese discurso que se creía punk y rebelde, en una época en la cual el cinismo está mal visto y entonces se opta por uno que no cree tanto en la corrección política sino más bien en el reclamo de minorías excluidas y en el uso del lenguaje y la representación en medios para reinvindicarse. En ese sentido T2 parece un señor de cuarenta y picos quejándose por red social de que los jóvenes de ahora son poco hombres y han decidido enmasculinzarse de forma voluntaria.
Pero, más allá de sus problemas estéticos y discursivos (o más bien de la falta de elementos discursivos relevantes y de una estética que falla en reactualizar la que hizo famosa a Trainspotting en primer lugar), lo que termina por hacer más ruido en T2 es la falta de construcción de sus personajes. En este sentido es sintomático lo que hace con Spud, el más drogón e idiota de los heroinómanos en la original. Casi que sacando el foco en Renton (quién era su protagonista original y narrador, más allá de la estructura de picaresca y de relato semi-coral), Boyle y su guionista John Hodge, vuelven a Spud una especie de “tonto sabio”, una figura de idiota poético. No hay nada de malo en la utilización de un arquetipo archiconocido, el problema es que no hay una consistencia o un rigor en la construcción del mismo. La idiotez de Spud fluctua (a veces es más tonto, otras veces es menos) de acuerdo a golpetazos de la trama, y eso vuelve la intención original de darle más relieve en una nueva falla.
No hay nada en T2 que justifique su existencia. Nada salvo el buen tino de creer que podía capitalizarse con la nostalgia. En ese sentido sigue siendo un poco cínica y un poco canchera. También sigue siendo poco importante.
Título original: T2: Trainspotting / Año: 2017 / Duración: 117 min. / País: Reino Unido / Director: Danny Boyle / Guion: John Hodge (sobre novela de Irvine Welsh) / Música: Rick Smith / Fotografía: Anthony Dod Mantle / Reparto: Ewan McGregor, Robert Carlyle, Jonny Lee Miller, Ewen Bremner, Kelly Macdonald, Shirley Henderson, Steven Robertson, Anjela Nedyalkova, Irvine Welsh
opa.. que reseña de mierda