SEGUIREMOS COMIENDO DOBLADAS

El cine, el doblaje y el deterioro del concepto de la cultura

Gabriel Sosa aclara varios puntos sobre el planteo hecho por la Asociación de Críticos del Uruguay (ACCU) respecto al doblaje al castellano en las salas de cine de nuestro país. Puntos que fueron ignorados durante las idas y vueltas que tuvo en distintos medios la discusión y que concluyen en una toma de postura fuerte: no se puede seguir permitiendo ni excusando.


Una de las muchas razones por las que dejé de ir al cine (pero no de ver películas, gracias a los avances técnicos en los aparatos de Tv) es el doblaje. Entre los placeres personales de mi vida estaba ir a esas funciones de día de semana, a las 3 o las 4 de la tarde, en las que tenía, si no toda la sala, al menos toda la fila de butacas para mí solo. Desde hace tiempo, y suponiendo que esas funciones sigan existiendo, se convirtieron en territorio exclusivo de versiones dobladas, la nueva plaga del cine comercial.

El debate instaurado por la Asociación de Críticos de Cine del Uruguay no es nada nuevo. Todo buen cinéfilo tiene como deber constitutivo odiar al doblaje, y sin duda se desespera ante una cartelera con un 80% de títulos en español. Pero el tema no tiene nada de novedoso, y es sólo la nueva embestida industrial en un largo proceso mediante el cual distribuidoras internacionales pretenden sacar todo el jugo posible al mercado latinoamericano.

Entre los primeros que protestaron contra el doblaje estuvo, cómo no, Homero Alsina Thevenet. Y no fue precisamente ayer. En mitad de los años 40 publicó notas en Marcha denostando la costumbre del doblaje, acusándola de atentar contra la integridad artística de las películas profanadas. “Los mejores públicos latinoamericanos (aquellos para quienes el cine significa algo en lo artístico) no pueden tomar ninguna medida contra el cine doblado, porque no cuentan con fuerzas para hacerlo”, lamentaba el 22 de junio de 1945. “Juntar firmas en un manifiesto dirigido a la Metro Goldwin Mayer, como se está haciendo actualmente en Montevideo, es una medida noble, ingenua e inútil: escribir contra el doblaje, decir que es indeseable, que es inferior, sólo significa cumplir, estérilmente, con el oficio periodístico.”

Los motivos de este derrotismo tan poco alsinesco hay que buscarlos en su idea de que el público que protesta contra el doblaje es, según su estimación, un quinto del público total. El grueso del público de las salas (y era un público masivo, que no dejaría de crecer hasta picos delirantes la siguiente década) consumía sin quejas los productos doblados.

Para HAT sin embargo, los motivos del deterioro en la calidad de las películas exhibidas (porque el doblaje, automáticamente, las convierte en un producto inferior) no es culpa de la aceptación bovina por parte del chancho (en este caso, el público), sino de quienes les dan de comer: “Hemos llegado a tales realistas consideraciones. Los hechos a que ellas responden son producto de tres factores: una idea de Hollywood, la circunstancia de que los latinoamericanos son cifras antes que personas; y la actividad conjunta de todas las empresas yanquis”.
¿Qué cambió respecto a estas conclusiones de HAT en 60 años? No mucho, por no decir nada.

Hace 15 o 20 años entrevisté al por entonces director de la Cinemateca de Bolivia, agradable persona cuyo nombre no logro recordar (como tantas otras cosas). Entre otros temas, conversamos sobre las peculiaridades de la exhibición de cine en Bolivia, y vaya que era peculiar. Este buen señor me contó, por ejemplo, que Bolivia era, desde tiempo atrás, el mayor consumidor mundial de cine mexicano (luego de México, se entiende). Prácticamente todas malas películas producidas en la parte sur de América del Norte se estrenaban en Bolivia, con éxito sostenido. Dramones, comedias, películas de charros y mariachis, todo a sala llena. Lo mismo pasaba con la esporádica producción de películas bolivianas: todas eran éxito. A nadie le asombraba que, por ejemplo, un estreno local hubiera convocado más público que Titanic (1997).

El secreto de estas curiosidades, me explicó, se ocultaba en dos datos. Primero, a la gente de Bolivia le encantaba el cine (probablemente le siga encantando). Segundo, en la Bolivia de aquella época, y de mucho antes, el analfabetismo endémico era norma (probablemente eso haya mejorado). Y ningún boliviano analfabeto iba a privarse de su cinefilia. Por lo tanto, las películas habladas en español eran las favoritas del gran público.

El analfabetismo es la piedra de toque de los que argumentan a favor del doblaje. Siendo Uruguay distinto de Bolivia, desde los años 40 hasta hace no mucho el doblaje dejó de tener sentido (nunca lo tuvo, en realidad, y ni siquiera en las épocas de HAT fue una práctica hegemónica). El público vio, entendió y disfrutó sin inconvenientes Gone With the Wind, An American In Paris, Sunset Boulevard, Rear Window, The Sound of Music, The Godfather, Rocky, Star Wars, Batman, Philadelphia, Saving Private Ryan, Requiem for a Dream y hasta Crocodile Dundee, entre otras miles, en su idioma original, con subtítulos. Tanto en salas comerciales de estreno, en matinés vacacionales, en salas de cruce y en cineclubes (aunque a veces Cinemateca pasara algún título soviético o centroeuropeo en idioma original, con Manuel Martínez Carril leyendo los diálogos encima de la proyección, lo cual no deja de ser el método ruso de doblaje).

 

Las maravillas de la mala traducción: Bringing up Baby se convierte en La Fiera de mi Niña.

 

La industria cinematográfica, sin embargo, nunca dejó de rondar y acechar, doblaje en mano, las costumbres cinéfilas continentales, y en nuestro caso, rioplatenses. Como si fuera el lobo feroz pero con persistencia, probaba soplando por acá primero, por allá después, por esa ventana más tarde, a ver si la casa del tercer chanchito se derrumbaba como las de sus hermanos (Bolivia, para el caso). El doblaje nunca se puso en discusión para las películas animadas o infantiles de la Disney y demás, ya fueran Blancanieves o Cupido motorizado. Estaban dirigidas a un público pre escolar o muy menor, y obligar a miles de padres a ir leyendo en voz baja cada diálogo a sus hijos hubieran vuelto la experiencia cinematográfica un infierno. Aunque también podrían haber ahorrado millones de traumas infantiles con padres convirtiendo frases claves en “Bambi, tu mamá se fue de vacaciones”.

En ese esquema, las películas subtituladas se convirtieron en una especie de rito de paso y medida del avance intelectual de cada niño. Ver Star Wars no sólo era un imperdible generacional, era una muestra de que se estaba preparado para verla (o mejor dicho, leerla).
Pero incluso en el mundo de las películas infantiles, las grandes empresas ensayaban sus malas artes, buscando y experimentando formas de hacerlo más digerible a los públicos rebeldes. En 2004 se aparecieron con la versión doblada de The Incredibles para el Río de la Plata, no sólo con las voces de talentos locales (incluyendo a nuestro Rubén Rada), sino con los diálogos adaptados. En determinado momento dos personajes van en auto, y uno de ellos (doblado por Juana Molina) le dice al otro algo así como: “Agarrá por Corrientes que no hay tráfico”. Juro que es verdad. Todo venía a cuento por el éxito que había tenido en México el burro de Shrek, que para un oído no mexicano parecía poseído por el espíritu de Cantinflas. Así piensan las grandes empresas.

Despropósitos al margen, a la larga las multinacionales terminaron triunfando, y si no lo creen, miren la cartelera. El grueso del público, como en los años 40, se mete en una sala sin chistar a ver no The Mountain Between Us sino Más allá de la montaña, no Happy Death Day sino Feliz día de tu muerte, no Flatliners sino Línea Mortal: al límite, y no It sino It (Eso), porque It a secas podría espantar público de alguna manera abstracta. Los títulos siempre se cambiaron a capricho de gente misteriosa sin mayor sentido común, que se dedicaba a eso casi en secreto y con resultados a veces descacharrantes, pero ahora son fiel reflejo del producto exhibido. Lo que leés en el afiche es lo que ves en la sala.

El punto de apoyo utilizado para llegar al despropósito actual fue la infantilización progresiva del cine estadounidense durante el siglo XXI. Impuesto desde siempre el concepto de que las películas para niños debían doblarse, la avalancha de megaproducciones de superhéroes, que no cesa, generó un terreno gris, en el cual el doblaje pudo presentarse como una necesidad podría decirse que vacacional. La primera semana de vacaciones un padre lleva a su hijo a ver Megamind, la segunda el retoño le pide ver Thor. Así que doblar las de superhéroes está bien. Y argumentando la pérdida de lugares en las pruebas PISA (si se les hubiera ocurrido usarla como defensa), lo mismo empezó a pasar con películas para pre adolescentes, cada vez menos letrados. Y para adolescentes. Y para jóvenes adultos. Y para millennials. Y al fin, para todos.

Puede sonar conspiranoico, pero no es la primera vez que decisiones de multinacionales terminan cambiando los usos culturales de un país. O directamente, de nuestro país. A ver, ¿por qué la tercera ola del rock nacional triunfó y sobrevivió donde sus padres y abuelos de los 80 y los 90 se marchitaron y desaparecieron? Por el apoyo de las multinacionales de la música, que vieron un mercado explotable en el hecho de que cada país produzca y consuma su propia música. Bizarro Records, por ejemplo, uno de los sellos que más hizo por el desarrollo del rock nacional actual y por la profesionalización de los músicos, es subsidiaria de Warner. Otros sellos locales serán independientes, y muchos grupos se moverán por su cuenta. Pero el mandato de los cortadores de bacalao, apenas posterior a la fragmentación de MTV y el invento de MTV Latino, fue claro: “Ustedes lo hacen y ustedes lo comen”. Sin esas reglas de juego, es más que factible que a esta altura La Vela Puerca, Once Tiros y tantos otros fueran compañeros de Zero o de Plátano Macho en el museo del olvido.

 

 

Ahora que un manifiesto de la ACCU puso sobre la mesa el asunto del doblaje, el analfabetismo volvió a mencionarse, con titubeos, como posible explicación del fenómeno. Y no es cierto, al menos no literalmente. Entre todos los espectadores que, pop en mano, hacen cola cada sábado para ver Thor: Ragnarok, no hay casi ninguno, es más, me atrevería a decir que ni uno solo, que sea analfabeto. O sea, que no sepa leer. Y si no me creen, revisen sus celulares. Para mensajear en Tinder sí que saben escribir muy bien. Capaz que con faltas. Pero saben. Y leen las respuestas a la perfección (si las hay).

El “analfabetismo” que explica la nueva sumisión bovina al cine doblado es más profundo e insidioso. Si fuera nada más que gente que no sabe leer ni escribir, como en la Bolivia de hace dos décadas, sería cuestión de lanzar una campaña de alfabetización, enseñarle a la gente los rudimentos de la lectura y triunfar sobre la ignorancia. Se ha hecho muchas veces por el mundo, y casi siempre con éxito.

Pero lo que lleva a que un espectador promedio de una multisala de shopping prefiera las películas dobladas, es otra cosa. Es nada más que pereza. Molicie intelectual. Telarañas en el cerebro. El público masivo que va al cine considera que leer es un esfuerzo innecesario, agotador y prescindible. La idea de que al doblar a actores profesionales que se prepararon para interpretar un personaje, y que con su propia voz le dan un volumen y una dimensión extra al mismo, no le mueve un pelo a nadie, ni consideran una pérdida su desaparición. Es la ley del mínimo esfuerzo llevado a la pantalla. Sería algo así como: “Si lo voy a entender igual, elijo lo que menos trabajo me dé”. Y para los nuevos consumidores culturales uruguayos (y por “culturales” hay que entender que con suerte consumen cine y gracias), leer es un trabajo. Fijar la atención es un trabajo. Interpretar lo que se está viendo es un trabajo. Todo desempeño intelectual fuera de Tinder es un trabajo. Para todos los efectos prácticos, intelectualmente son lisiados.
Ese es el verdadero problema con el doblaje. Lo que decía HAT en 1945 se mantiene en todos sus términos, tanto en lo de la cantidad mínima de cinéfilos “interesados” como en la embestida baguala de las multinacionales, interesadas en cifras y en beneficios y no en el bienestar de los espectadores (el cine doblado puede equipararse, para la cultura, a lo que representa McDonald’s para la gastronomía). Pero ahora, en pleno siglo XXI, hay otra variable, y es una nada menor. Es más, es la principal. El cine doblado no es malo porque atenta contra la integridad de una obra (que sí lo hace), O porque es una maniobra descarada de las distribuidoras por conquistar público (que lo es). No son válidas las excusas y justificaciones de los representantes locales de las grandes distribuidoras, como por ejemplo “El público pide las dobladas”. Las pide porque están. Nadie reclamó nunca por una versión doblada de Titanic, o de Brokeback Mountain o de Alien3 sencillamente porque no existían, y a nadie se le hubiera ocurrido que público adulto no tuviera la capacidad de leer subtítulos. No es cuestión de si vino primero el huevo o la gallina, porque en este caso, ya sea representado por el huevo o la gallina, la primera movida fue de las distribuidoras. El doblaje en películas para adultos existe porque alguien decidió que existiera. Y los más grandes campeones del doblaje compulsivo en la Europa del siglo XX fueron Franco y Mussolini. Usted vea.
Y es por eso que es importante oponerse (como se pueda) al doblaje. Porque oponerse no es una exquisitez intelectual, ni un sibaritismo memo ni un gruñido reaccionario. Es parte de una batalla cultural que, de haber más gente consciente en puestos de poder, debería estarse dando oficial, estatalmente, con intensidad. Es la batalla contra el retroceso intelectual, contra el rechazo a la educación, contra la negación del consumo de cultura como un acto de enriquecimiento y contra, en definitiva, la estupidización.

Si no queremos gente estúpida, necesitamos construir gente que razone, que piense, que aprecie, que lea. Incluso mientras mira Thor: Ragnarok o Flatliners. No es lo mismo absorber sin filtros que atender y razonar. No es lo mismo escuchar con media oreja mientras se chequea Tinder, que leer y acompañar la acción. No es lo mismo dejar que un uso comercial nos estupidice, que defender el derecho de esa gente demasiado ausente o ya estupidizada, a acceder a un producto cultural digno. Incluso si protestan. El doblaje no es una referencia cultural, no es un medio de acceso, no es nada positivo ni defendible. Es una práctica comercial infame y reduccionista.

Sesenta años después, la pelea es la misma. Muerte al doblaje. No es un tema menor, ni un pataleo intelectualoide. Es una batalla más en la santa guerra no declarada contra la estupidez y el reduccionismo mercantilista, y como en 1945, nuestro general sigue siendo Homero Alsina Thevenet, que ya se fue pero aún nos guía.

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2 comentarios

  • Alguien dice:

    Estoy bastante de acuerdo con el articulo. Y siempre elijo ver las películas en su idioma original. Pero creo que hay que entender también que con la velocidad el cine actual se hace muy difícil para alguien que no entienda lo mas minimo del idioma de la película estar leyendo y no perderse de nada de la película.

  • Federico Casal dice:

    Estoy de acuerdo, pero mi único reparo es que parte del problema es dejar de ir al cine, como cuenta de sí mismo el autor al comienzo del artículo. Si a las empresas lo que les importa son las estadísticas, no hay nada peor que quedarse en casa y no apoyar en el cine aquellas películas que uno le gustaría defender, tanto por su calidad como por su presentación. Salvo películas destinadas exclusivamente para niños, la que son para un público más adolescente y adulto siempre vienen con subtítulos. En tal caso, hay que ir a ver las subtituladas e influenciar a conocidos, cuando sea posible, a que las vean con subtítulos (y en 2D, ya que estamos). Se trata de empujar, aunque sea ínfimamente, el valor comercial de una tendencia. Si dejamos de ir al cine en pro del streaming, entonces va a ocurrir lo que quiera la mayoría no especializada bajo influencia del marketing y va a ser cada vez más tarde para las quejas. Calculo que Homero Alsina Thevenet hubiera preferido un consumidor de cine activo y preocupado, que le hace llegar críticas a las empresas responsables siempre que sea necesario y no solo ante una emergencia, antes que un consumidor de películas que no se asoma a las salas. Me parece más efectivo tratar de cambiar la experiencia desde adentro, como participante, que solo atacarla desde afuera.

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