Con el verano llegó, como desde hace 13 años, una nueva edición del Festival Internacional de Cine de José Ignacio (JIIFF), uno de los festivales más conocidos en el Uruguay. Tanto por el tipo de películas que pasan (yendo desde Cannes hasta Venecia), como por las sedes en las que se da. Si bien uno al inicio duda un poco de cómo debe ser ver una película al aire libre, posicionarse en un buen lugar, estar acompañado y ver, además de la pantalla, un cielo iluminado por estrellas, no tiene precio. Más sí se está viendo algunas de las cintas a charlar.
Siete largometrajes constituyeron la pasada edición del JIIFF, que fue del 9 al 14 de Enero, además de cinco cortometrajes de realizadores uruguayos. Estos largometrajes, como ya se mencionó, están elegidos con un refinamiento importante. Tanto por haber pasado por los festivales más importantes del mundo, como por tener próximamente una posibilidad enorme de estar en las ternas más importantes de la temporada de premios (y quién lo dice, de que se puedan llevar uno de ellos). Aun así, de esta selección podemos decir que la mayoría no necesitan de un simple galardón para ser reconocidas, ya que su calidad se interpone ante cualquier título con el que se nos quiere vender.
Anatomy of a Fall (Dir. Justine Triet)
Si bien una película no tiene que valerse de un premio para ser reconocida, es interesante ponerse a pensar en que Anatomy of a Fall haya ganado la palma de oro en el Festival de Cannes. Más todavía al ser una edición presentada por un individuo tan particular (y desagradable) como Ruben Östlund. Menciono esto debido a la sorpresa magna que significó saber que la película que se llevó el galardón es un tipo de cine que poco a poco no se hace más. El de las sutilezas de cámara, el de plantear debates morales complejos tanto por temática como por abordaje y que, como diría el gran Leonard Bernstein, hace que el espectador provoque sus propias preguntas en vez de buscar respuestas.
Justine Triet ya en su anterior trabajo Sibyl, había creado, además de una película sólida, un reflejo interesante para con el cine, utilizando esta vez a la psicología y la dinámica Paciente-Psiquiatra/Actor-Director como una forma de catarsis. Por lo que no es una sorpresa que en Anatomy of a Fall vuelva a interesarse por hablar del medio sin hacerlo explícito, esta vez utilizando un juicio como el vehículo. Desde algo tan simple como las reconstrucciones de los hechos como si de un armado de puesta en escena se tratara (acompañadas de un uso de una cámara documental, que nos hace ver lo que hay detrás de algo) hasta el leer entre líneas los elementos que se nos presentan en el mismo juicio. Ya que como dicen en la película, no se trata de saber el quién, sino el qué. Y en una película que se nos habla de lo que hay detrás y el connotar, lo hace también con su tema principal. El juicio no busca revelar la violencia, sino lo que hay detrás de la misma, que puede ser tan fuerte como el hecho del que parte esa exploración.
Desde relaciones de poder hasta el rol de la mujer en la sociedad moderna, todo está tratado a través de dos componentes que la elevan a la categoría de película excelsa. El primero es la sutileza de elementos cinematográficos como el fuera de campo, desde la primera escena con la canción PIMP hasta el corte de montaje que hace en uno de los momentos claves del juicio -de la pelea a la audiencia, de la ficción a los espectadores. Todo está cargado de esa forma para no solo hablar de temas serios sin subrayar, sino que también para crear más capas analizables. Y el segundo es la madurez con la que se abarca todo, no solo desde el tratamiento de los temas que no busca complacer absolutamente a nadie, sino también desde las respuestas que nos ofrecen. Ya que como el resultado del juicio, terminan siendo absolutamente ambiguas.
Ya que el cine no solo es los elementos en pantalla, es todo lo que no se ve también, es todo lo que intuimos y pensamos al ver una obra. Así como en un juicio se busca una explicación no solo con el hecho violento, sino con todo lo relacionado por detrás a ese hecho violento, de ahí que podemos realizar un ejercicio similar que con el mismo arte. Es por eso que Anatomy of a Fall es una gran película, ya que nos habla del valor de no quedarse con el primer relato y ver más allá, siendo esto reflejado en su primer y último plano. Si lo único que uno puede sacar de la película ni bien la termina, es que un perro es solo un simple perro, entonces el hijo ciego de la cinta puede ver más que un vidente.
Poor Things (Dir. Yorgos Lanthimos)
Arranquemos con algo básico, Poor Things es quizás lo mejor que Yorgos Lanthimos haya hecho en su carrera o por lo menos se debate el puesto con La Langosta. No solo porque un poco dejó de jugar con la crueldad que rondaba en sus anteriores películas, sino porque a diferencia de estas otras, decidió explorar de verdad sus conceptos. Más allá de los temas tratados que por fin tienen la profundidad que realmente merecen, Lanthimos entiende que si quiere tratar la historia de una joven con hambre de conocimiento como lo es Bella Baxter, debe explorar todas las posibilidades que ofrece ese mundo tan extraño como atrapante, y para suerte de todos nosotros lo hace. Lanthimos navega en ese mundo de todas las formas posibles y por suerte casi siempre sale bien parado.
Desde la casa de God que logra ser una mejor representación del confinamiento y represión parental que Canino, el salto del BYN al color marcando el despertar sexual e intelectual o el cómo Bella va formando una visión del mundo propia con cada hecho que va pasando, remitiendo así en cierta forma a la mencionada La Langosta. Ya que en aquella película, además de indagar en ese mundo totalmente autómata de relaciones amorosas, Lanthimos buscaba un tercer posicionamiento respecto al amor y afecto que sentimos como seres humanos, alejado del totalitarismo de las instituciones como del cinismo de la soledad. Cosa que vuelve a tratar en Poor Things desde cómo Bella concibe el mundo, viendo sus problemas pero sin bajar su optimismo y utilizando sus conocimientos para hacerlo quizás un lugar mejor.
Es cierto que la cinta no se salva de varios vicios del cineasta. No solo desde su trama, donde además de naufragar en varias cosas, no es nada sutil, sino desde lo visual. Lanthimos lleva a la enésima potencia sus grandes angulares, ojo de pez y puesta en escena exagerada, que terminan generando imágenes feas, barrocas en el peor sentido, sin narrativas y casi generadas por IA. Cosa que es una pena, ya que una buena historia siempre va a necesitar estar bien narrada, y lo que menos necesita una como esta, donde se nos habla de tratar de hacer al mundo un lugar mejor y se nos presenta un personaje en contra de todo gesto cínico, es estar filmada con lo peor que tiene para ofrecer el cine actual. Pero aun así, como ocurre con lo bueno del cine contemporáneo, es lo suficientemente potente como para imponerse por encima de todo, convirtiéndola en algo interesante.
The Zone of Interest (Dir. Jonathan Glazer)
Cuando se hablaba de The Zone of Interest en los medios de cine se hablaba de una película revolucionaria, a la que había que prestarle atención y que consagraba a Jonathan Glazer como un gran cineasta por haber creado un relato impactante con una forma aún más impactante de mostrar el holocausto. Tranquilamente se podría decir que es cierto, pero por todas las razones equivocadas. Es revolucionaria por su no-narrativa, a la que hay que prestarle atención para que no se vuelva a repetir y que consagra a Glazer como un cineasta que fue capaz de llegar a un nuevo nivel de horror, el regodearse en el dolor de algo pero sin mostrarlo. Todo esto a través de cierta “experimentación” que sí -es cierto que el director desde Sexy Beast había depurado mucho su estilo película a película- el tema es que esa depuración fue en pos de una solemnidad impostada que de algo interesante.
Fría desde la concepción, tanto por su cinismo que se traslada al lenguaje cinematográfico como por no generar nada desde el lado emotivo, The Zone of Interest encuentra refugio en un solo recurso del que se vale durante sus 105 minutos: el fuera de campo. Un fuera de campo que suena bien en papel, mostrar al mal sin mostrarlo explícitamente, no es mala idea y hasta hace poco tuvimos una película llamada Manticora que hace exactamente eso mismo. Pero mientras Carlos Vermut toma ese punto de partida para hacer un estudio de un monstruo enjaulado (del que hasta se nos permite tener un poco de empatía), Glazer lo traslada a una banalización del mal que es un tiro constante en la culata. Más aún sí tenemos en cuenta la inexistencia del primer relato en la cinta, que además de no permitir sentir algo, hace que todo el subtexto sea el mismo texto, dejando no sacar conclusiones al espectador. Un poco porque lo entrega todo masticado, como también porque la cinta no sabe lo que quiere consigo misma.
Además de su preocupante poca exploración de sus temas, el fuera de campo es masacrado. Ese “no mires atrás” del que la cinta hace tanto alarde podría funcionar en tres escenas, pero es insostenible como una forma de transmitir algo por casi 2 horas, debido al agotamiento del truco y con lo mal que se lo maneja desde la obviedad. De una forma medio irónica, el fuera de campo es tan visible que deja de serlo. Y esto queda desbaratado en una escena llegando al final, en ella vemos al protagonista a punto de firmar lo que será un exterminio masivo, pero cuando está a punto de entrar a una habitación mira a la oscuridad, al abismo. Y como si este nos tragara, pasamos a la actualidad, más específicamente a uno de los museos de la Shoah, en donde vemos lo que quedó del horror pero también las consecuencias de aquella complicidad que se dio lugar en toda la película. Para tener un corte y volver a ver a nuestro protagonista, por una última vez y totalmente entregado al mal.
Esa escena, que ni dura 5 minutos. Es más emocional, sutil y demoledora que todo lo que se nos presentó anteriormente. Si Glazer quiso demostrar que además de ser un gran cineasta, podía tratar un tema serio de una forma terrorífica, pues fue así. Es tan terrorífica que parece que lava de culpas al mal, banalizándolo totalmente y no pensando ninguna de las razones de por qué ocurre o cuál es su motivación para existir. Y sobre su carácter de gran cineasta, quizás lo sea en el mundo de los videoclips. Uno “menos digno” en general, pero lo es más que mandarse este esperpento caprichoso, totalmente ausente de valores e ideas.
Perfect Days (Dir. Wim Wenders)
Pensar cómo Perfect Days puede formar parte de una filmografía tan particular como la de Wim Wenders es algo simple y a la vez complicado de entender. Por un lado, se pueden encontrar algunas de sus ideas temáticas. Por otro, es difícil ver más allá de lo que podemos llamar (con razón) una publicidad de Japón que filma una tarea tan precaria como limpiar un baño de forma “estética”. Y aun con ese y algún que otro pecado, Wenders aprovecha para construir una película totalmente humana, tanto por su protagonista querible como por el tema que al final revela: el escapismo al mundo propio para no confrontar lo que ocurre.
De Perfect Days podríamos decir que se divide en dos mitades y que cada una de ellas responde a una película del cineasta, siendo la primera una que remite a Las Alas del Deseo. Se nos presenta a un protagonista que vive de cierta forma, con una rutina determinada pero que aun así no se ve ajetreado por la avidez de novedades de la ciudad en la que habita, ya que experimenta cada momento como algo especial, como lo hacía el personaje de Bruno Ganz en el último acto de la cinta del 87. Hasta que llega la segunda mitad y de repente todo empieza a remitir a la obra maestra definitiva del cineasta, París, Texas. Ya que se nos empiezan a revelar cosas del protagonista y de su pasado, quebrando su rutina a partir de cierto punto y haciendo que “simbólicamente” tenga que afrontar su realidad, como lo hacía el personaje Harry Dean Stanton en aquella cinta, pero durante 40 minutos en vez de 2 horas y 20.
Al final ambas películas proponen que el escapismo no es la solución a los problemas, sino la postergación de los mismos, es por eso que si Travis en su película se redime aprendiendo a ser una figura paterna y entendiendo a su esposa, Hirayama tiene que hacer lo mismo con lo que sea que tenga que hacer. Tiro esa suposición futura, ya que la misma cinta termina con un final ambiguo, donde pensamos qué pasó y pasará después, aunque ya Wenders nos regala en un final con tres planos perfectos. Un primerísimo primer plano de Hirayama quebrándose con la música de Nina Simone, una carretera siendo iluminada poco a poco, y un gran plano general de la ciudad de Tokio con el sol naciendo. Ya que no es hasta que uno hace las paces consigo mismo que se podrá permitir vivir no en la nación del sol naciente, sino en la casa del sol naciente.
El Viento que Arrasa (Dir. Paula Hernández)
Antes de que arrancara la función, la directora Paula Hernández comentó que esta adaptación de la novela de Selva Almada fue un proyecto donde la llamaron unos productores. Entre sus palabras estaba el hecho de que detectaron en sus dos cintas anteriores, algo que la hacía la directora indicada para llevar la novela al cine. Y es que si uno ve su anterior película Las Siamesas, va a detectar un gran tacto para escribir personajes, hablar de ciertos temas (la familia y las relaciones complicadas) e incluso desarrollar sobre el final un aura extraña. Cosa que ocurre en la novela de Almada y que Hernández supo plasmar de gran forma en la cinta, ya que además de adaptar en buena forma el lenguaje escrito al cinematográfico, lo hace también con algunos cambios pero que aún mantienen la idea base.
Como ocurre en el texto original, la estadía en un taller termina sirviendo como base para no solo explorar a cuatro personajes con muchas capas, sino también para entender sus visiones del mundo, de lo que depara el futuro y sobre todo, de la religión. Aunque también lo que cuenta muy en el fondo es el proceso de madurar de Leni, una de las protagonistas. Y Hernández entiende eso, volviendo a demostrar esa mano que tiene, no solo para desarrollar a los personajes, sino también para que con una simple línea de diálogo podamos entenderlos y hasta empatizar (todo esto sin necesidad de subrayar), como ocurre con por ejemplo el personaje de Alfredo Castro. Todo esto siendo manejado de forma perfecta, junto a un ritmo imparable y unas visuales exquisitas desde la composición y la narrativa… salvo hasta su tercer acto.
No se confundan, el final de esta cinta es muy bueno, era el único posible y además su plano final es un inverso total y excelente del inicial. El tema es cómo se llega a eso, ya que se siente apurado no solo para llegar hasta cierto punto de la trama, sino también en las acciones que cometen nuestros personajes. Las decisiones no parecen acordes y se siente como un “hay que terminar esto sí o sí, no importa cómo”. Lo cual no sé siente redondo, ya que no solo le habría venido fantástica una construcción que además de hacer entender esas decisiones, lleve a un puerto mejor a los temas que trata. Además también con el ritmo que tiene la cinta, uno se queda con ganas de habitar ese micro-mundo por un rato más. Pero así como se notó una evolución entre la anterior película de la directora y esta, también puede haberla en la siguiente. Se prestará atención, pero con muchísima emoción.
May December (Dir. Todd Haynes)
Si algo se le puede destacar a Todd Haynes como cineasta es la capacidad para hacer que cada una de sus películas sean marcianas, totalmente diferentes la una de la otra pero que aun así comparten un gran hilo dramático y temático. Y dentro de todos los grandes ejemplos que se pueden traer de esto, May December va a pasar a ser uno de ellos. Arrancando por su tema de base, la historia de amor entre una mujer adulta y un joven adolescente, algo que puede remitir a los melodramas de su filmografía (Lejos del Cielo y Carol), pero con dos giros. El primero es la no romanización y hasta el escenario casi siniestro que plantea el cineasta, ya que no hay lugar para idealizar algo así. Y el segundo es que en vez de ver el desarrollo de esta historia, veremos el día de hoy, qué pasó después de eso. Todo esto a través de los ojos de una actriz.
Actriz que buscará entender al personaje de esta mujer (interpretada por Julianne Moore) para así darle vida en una película. Así como la cinta nos presenta a estas dos mujeres, opuestas y chocantes entre sí, la película hace un gran trabajo en tratar dos temas que parecen lejanos, pero que complementados se halla la idea general de la cinta. La primera es el tema del abuso, un tema duro pero que Haynes además de tratar con normalidad, sin caer en golpes bajos, efectismo o en decir la famosa palabra con “P”, refleja sus consecuencias que van más allá de lo legal. Mostrando al personaje de un impresionante Charles Melton como un niño atrapado en el cuerpo de un adulto y que con la irrupción de esta actriz podrá tomar las riendas de su vida. Siendo esto reflejado a través de distintas ideas narrativas, desde una oruga transformándose en mariposa o en esa maravillosa escena del tejado.
Y luego está el tema de Hollywood y él no-entendimiento de estas historias. El personaje de Natalie Portman aparece en la vida de esta familia para supuestamente captar cómo está formada y el entenderla, cuando es lo último que va a hacer. Todo su relato se invade ante la idea de suplantar al otro personaje, el copiarlo pero no entenderlo y no ver más allá de lo que en realidad es. Es por eso que además de un juego de espejos excelente entre las dos mujeres, también el plano final se posa sobre ella. Haciendo la escena, supuestamente bien, pero faltando esa humanidad que viene de quedarse con la superficie de lo que es, un caso de abuso sexual. Así como la película, que debajo de ese dueto actoral y supuesto “camp”, se esconde la historia de un niño atrapado en el cuerpo de un adulto y que no es hasta el final donde se convierte en uno.
Un poco raro es decir esto, pero es impensable ver este tipo de películas hoy en día. No por los temas, sino porque hacen falta verdaderos cineastas dispuestos a ver todo el espectro, con grises incluidos. Sin duda, Todd Haynes es uno de ellos.