MI OBRA MAESTRA (2018)

El Bueno, el Malo y el Arte

La historia es tan sencilla como previsible. Renzo Nervi (Luis Bradoni) es un artista en decadencia. Está viejo, vive en una casa hecha bolsa de la que están por echarlo porque no paga el alquiler y, para peor, pinta oleos (o sea, es un artista que “hace cosas”, uno de los de antes) que no se los vende a nadie no porque sean malos o feos sino porque el mercado del arte cambió en los últimos años (ahora garpa el arte conceptual) y Nervi no supo aggiornarse. Es, por otra parte, el estereotipo por excelencia del artista del siglo XX: misántropo (particularmente misógino), huraño, mujeriego, egoísta y genio. Se pasa el día encerrado en su casa pintando, trata mal a la gente, no parece comprender exigencias básicas de la vida real (como que hay que tener un trabajo para tener plata para comprar comida) y todo eso conspira contra su obra, que podría ser más exitosa si no fuera porque se pelea con galeristas, críticos y cualquiera que se le cruce por delante.

Arturo Silva (Guillermo Francella) es el galerista de Nervi. Lo tiene en su catálogo más como reflejo de su vieja amistad que como un negocio, porque la obra de Nervi no sólo casi no se vende sino porque además el artista conspira una y otra vez contra ese vínculo, hace todo lo posible para que Silva le suelte la mano, como ese amigo penal que le movés un contacto para que consiga trabajo y cae a la entrevista borracho.

La primera mitad de la película está dedicada a explotar esta relación: artista sincero, genial y salvaje versus marchand cínico, mediopelo y civilizado, los mismos elementos que están presentes (aunque combinados de otra manera) en el conflicto entre Rafael Spregelburd y Daniel Aráoz en El hombre de al lado, o entre Oscar Martínez y Dady Brieva en El ciudadano ilustre, las dos películas más conocidas de Duprat, codirigidas junto a Mariano Cohn. En términos de la trama, no pasa nada. Las escenas son anodinas, nada más que un vehículo para que Brandoni se luzca en su rol de gemelo malvado del mito de Mario Levrero: Nervi basureando un pibe que lo admira y quiere que sea su maestro; Nervi puteando con saña a un crítico de arte que le dio con un caño a su última muestra; Nervi usando la admiración de una aspirante a artista cuarenta años menor que él para cogérsela, Silva mirándolo todo con esa cara de “no puede ser tan boludo” que ponía Francella en Casado con Hijos cuando su hijo se mandaba alguna cagada. Todo es tan previsible y estereotipado que uno se pregunta qué carajo está pasando con la película, si es que en realidad salió tan mal o si es que detrás de eso hay algo que no alcanzamos a ver.

En la segunda mitad, pasa algo. A Silva se le ocurre una idea para revalorizar la obra de Nervi y hacerse millonario. Lo extraño es que no termina de quedar claro si el director quiere o no quiere que nos demos cuenta de cuál es esa idea. Y eso sucede porque la película funciona en dos niveles. Uno es el literal: se presentan una serie de escenas que sugieren que la idea que se le ocurre a Silva es X. El otro es un poco más profundo, pero no tanto: está hecho del conocimiento que el espectador tiene de las reglas del relato cinematográfico, y esas reglas lo llevan a comprender, muy rápidamente, que X no es la idea real sino la trampa que se le tiende al espectador distraído, ya que por detrás hay otra idea (llamemosle Y) que es la idea de verdad. Lo que no está claro, sin embargo, es si el director quiere que creamos en X y falla en su cometido al no cubrir de forma correcta la existencia de Y (en cuyo caso, la película fracasa) o si quiere que nos demos cuenta de que la idea es Y (con lo cual la obra, como ya argumentaré, cumple su cometido, que es hacer fracasar a la película, volverla tonta, predecible, mal ejecutada). Creo que pasan las dos cosas al mismo tiempo.

Hay una escena que podría servirme para explicar esta idea. Silva está sentado en un banco en un parque público, haciendo tiempo, mirando la nada. De pronto, se pone a observar a las personas que caminan a su alrededor. El director nos da acceso a su monólogo mental, que consiste en imaginar la historia de vida de esas personas a partir de su apariencia. Silva ve a un cuarentón de barba, saco marrón gastado, carpetita y pantalón de jean, y sentencia: “sociólogo peronista”; ve a una mujer joven con traje de empresaria comiendo una barra de cereal y concluye “solitaria, anoréxica”; cosas así. La escena sirve para transmitir una idea base de la arquitectura ideológica de la película: las cosas siempre son lo que parecen, no hay trasfondo, no hay sentido oculto, no hay nada que entender, lo que ves es lo que hay. Lo interesante es que este juicio se puede aplicar al propio observador (Silva, el director): uno entiende que las sentencias de Silva (o del director) son correctas y se ríe con ellas porque comparte el código desde el que están hechas, pero también entiende, gracias a la distancia que habilita ser espectador y no protagonista, que Silva (o el director o nosotros, que nos reímos con lo que piensa) es un pobre tipo, un cínico perdido, un incapaz de establecer vínculos empáticos con nadie.
La película fracasa: lo que muestra es un cinismo obvio, burdo, previsible, un “ah, mirá, un tipo canchero y cagador que se burla de la gente, qué loco”, mientras que la obra triunfa, en tanto da cuenta del fracaso de ese tipo de abordajes fracasando, suicidándose, señalando la estupidez de la película. Por eso, Mi obra maestra (Gastón Duprat, 2018) es un ejemplo perfecto de una mala película y una buena obra.

Luis Brandoni, el Director Gaston Duprat y el actor Guillermo Francella en la presentación fuera de competencia durante el 75th Festival de Venecia.

Quizá la expresión que mejor la defina sea simulacro al cuadrado. Estamos ante un simulacro de un simulacro. Mi obra maestra no es una mirada ácida del arte contemporáneo porque ponga en boca de uno de sus personajes una sarta de puteadas catárquica sobre un crítico de arte snob que cree que un zapato de fútbol clavado en una pared es arte de vanguardia, como una lectura apresurada puede llegar a sugerir. Tampoco es una mirada celebratoria o inteligente del arte contemporáneo por el hecho de que la idea que se le ocurre a Silva, para relanzar la obra de Nervi, sea una performarce, una intervención estética sobre la realidad a fin de desnudarla e incidir sobre ella, como una segunda mirada apresurada puede llegar a sugerir. Mi obra maestra no muestra ni representa al arte contemporáneo; es arte contemporáneo, interviene sobre el campo cinematográfico mediante la realización de una mala película que transpira todos los recursos y los valores del peor arte y la peor vida contemporánea, y cuando hablo de valores me refiero a que es una película que celebra el egoísmo, la misantropía y el cinismo de sus personajes protagónicos. Mi obra maestra no representa al arte y a los valores contemporáneos como algo estúpido y vacío; lo ejerce como algo estúpido y vacío. No “dice” el vacío moral de ese arte y esos valores; los pone en práctica.

Por eso creo que Alex (Raúl Arevalo), personaje secundario, es el mejor de la la obra y el peor de la película. Alex es honesto, altruista, soñador, transparente, bueno en el sentido amplio del término (bueno como esos buenos que ya no quedan en el cine que se pretende inteligente mediante el recurso de decir “ojo, en el fondo todos somos una mierda, no crean en nada”) y es basureado permanentemente por Silva y Nervi. La película lo presenta como un boludón, un vegano hippie que todavía cree en la posibilidad un mundo mejor, mientras que los dos veteranos cínicos y cancheros son lo que la tiene clara. Y si en una película con una ideología tan perversa (que parece decir “dale pibe, en el fondo todo se reduce a la plata”) un personaje así es tan maltratado, la obra que la destroza, lo ensalza.

Quiero creer que Duprat hace una película mala con aires inteligentes para hacer una obra buena, políticamente potente, sobre el arte y la vida contemporánea. Quiero imaginar que cuando lee las críticas que dicen “otra ingeniosa y aguda mirada al mundo del arte” se pega la cabeza contra la pared, y que si aparece alguna que diga “una película pretenciosa pero vacía, mal guionada, predecible, que ejemplifica el agotamiento de una forma masturbatoria de concebir el arte que fue revolucionaria hace treinta años pero que se consolidó hasta volverse conservadora y hueca”, sonreirá en silencio.

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