Hoteles y mansiones se van levantando en medio de un paisaje rocoso, desértico. La gente no tiene dónde caminar, pero sobre todo parece no tener donde vivir. Los únicos humanos que aparecen son jardineros, choferes, porteros. A primera vista, la ciudad de Los Cabos es un enorme resort turístico y sus habitantes son transitorios; a última vista también. Su festival de cine no escapa de esta condición de gran decorado comercial. Los discursos de apertura y de clausura estuvieron llenos de palabras como “empresa”, “industria”, “turismo”, incluso de porcentajes e ingresos. El festival, que empezó hace siete años, esta más cercano a un evento empresarial, una nueva forma de generar insumos, de alentar al consumo. Porque en última instancia se trata de eso: un lugar donde yanquis pueden ir a consumir todo por un par de semanas y donde yo, como jurado de la FIPRESCI, estaba un poco-bastante de colado. Colado por vivir unos días en un lugar carísimo, pero también colado porque lo que importaba no era tanto las películas que se exhibían, sino más bien el encuentro de gente de la industria cinematográfica mexicana buscando hacer negocios, sin la excusa artística que pudiera cubrir sutilmente esa última intención mercantilista.
Los Cabos (el festival) se consagra en celebrar el cine de las “Américas”, pero ese concepto, de por sí tan dudoso, sólo tenía en consideración las películas realizadas en EE.UU o en México. Los Cabos (el lugar) es un sitio dónde el ascensor de un hotel tiene remixes de David Guetta como música funcional. Y dónde cada vez que prendía la tele me encontraba con que HBO estaba pasando Coco (2018). La primera vez pensé, con bastante incomodidad de ver el México by Disney dentro del México for Turists: “¿Que piensan los méxicanos de esta película?”. La tercera vez entendí que en realidad debían de estar muy felices al respecto. Es lo que ellos mismos quieren. Una imagen folclórica, exótica, fácilmente consumible de una identidad tan fuerte y tan arraigada que en última instancia les parece poco importante -diría que hasta les puede resultar útil aguarla y venderla.
La selección que me tocó en suerte fue México Primero, la cual se atenía a primeras y segundas obras de realizadores mexicanos. El número de films era mínimo: cinco. Cinco películas para ver en tres días da un promedio un tanto miserable. Al mismo tiempo los jurados, de todas las secciones, tenían una ajetreada agenda de cenas y reuniones a las cuales se les llevaba y traía en camioneta aunque las distancias eran fácilmente caminables. Si alguien me pregunta qué hice en Los Cabos, siendo 100% honesto debería decir que comí. Comida deliciosa que nunca en mi vida podría costear. Todo bien, lo aprecio. Pero preferiría ver cine. De hecho, tuve que escaparme de una de estas galas para hacerlo. Y aún así, el número de films que logré ver no llegaron a la decena, algo irrisorio teniendo en cuenta que uno espera de los festivales de cine que motiven sobre todo la gula cinéfila.
Por otra parte, la calidad de la selección dejaba mucho que desear. Tanto que quitaba las ganas de explorar la curaduría de la competencia oficial o cualquiera de las secciones paralelas. Empecemos por lo peor: Cigüeñas (2018), de Heriberto Acosta, y Clases de Historia (2018), de Marcelino Islas Hernández comparten horrores varios. Ambas son una especie de nuevo kistch, de nuevo cine clase Z mexicano en sus alcances truculentos y melodramáticos, pero hechas sin el goce de lo grasoso. También tratan, una de forma más tangencial que la otra, el tema del aborto adolescente. Ambas, además, evitan mostrar la decisión de interrumpir el embarazo. En Clases de Historia la embarazada no toma las pastillas para abortar en una especie de capricho y esto es enmarcado como uno más de los gestos de “persona libre” que el director cree ver en ella. En Cigüeñas, el médico de pueblo le dice a la chica protagonista que para hacerlo tiene que ir a la ciudad de México y el film termina con un final abierto (me gusta pensar que quizás la chica de Clases… puede saltar al DCP de Cigüeñas y darle el misoprostol en un gesto de sororidad). Tanto una como la otra intentan acumular tópicos que solo una abuela particularmente rancia puede considerar “polémicos” o “candentes” (elija usted el término horrendo y vetusto): homosexualidad, enfrentamientos generacionales, enfermedades terminales, diferencias de clases. Ninguna de estas cosas tiene algún tipo de peso, o es relevante para definir a sus personajes, sino más bien de un gesto oportunista e irresponsable. Se trata de una serie de ítems marcados que los directores (piensan) pueden volver actual a sus películas. El caso más extremo es en Clases de Historia, donde la protagonista, que esta muriendo de cáncer, prefiere decir que tiene diabetes. Nunca se explica por qué ella prefiere cambiar una enfermedad degenerativa por otra, salvo que se trate de fomentar el product placement dentro del encuadre: cada vez que le ofrecen una Coca Cola ella la rechaza bajo la excusa de su condición de hipoglucémica. No queda claro si se trata de meter un dispositivo argumental para poder justificar el chivo gigante en pantalla o, en un caso más extremo, que para el personaje sea mejor declararse diabética antes que admitir que está a dieta.
Continuemos, ¿sabían ustedes que existen Los Sonideros? ¿Sabían también que son unos djs/locutores de cumbia que amenizan antros tan hermosos como decadentes, fiestas callejeras, o bailes en patio de prisiones? ¿Sabían además que esto arranca a principios de los ’80 dentro del barrio de Tepito en el DF porque se trata justamente del lugar donde más contrabando y piratería había (por lo tanto adquirir discos y equipos de sonido era mucho mas fácil)? Bueno, si no sabían ahora saben mucho más de lo que se pueden llegar a enterar viendo el documental Yo no soy Guapo (2018). El principal problema del debut de Joyce García es que su material de base es inmenso y tan cinematográfico que duele. Los lugares donde filma tienen una fotogenia única, alejada del pintoresquismo. Y tiene como guía principal a una sonidera, la Lupita, que irradia carisma en cada momento y que en cada una de sus intervenciones en pantalla tira puntas sobre el machismo dentro de la escena, los antecedentes y la historia del movimiento musical. Todo eso hace que den ganas de saber más. Pero la directora termina perdiéndose, deja de seguir a sus personajes, se distrae, cambia por otros a los cuales tampoco termina de definir. No se ata a ninguno, lo cual puede ser una opción interesante, pero en última instancia me terminé enterando más sobre los sonideros metiéndome en Google que viendo la hora y media de este documental.
La selección de Mêxico Primero se completaba con las fallidas-por-todos-lados-pero-al-menos-no-tan-impresentables Fausto (2018) de Andrea Bussman y Feral (2018) de Andrés Kaiser. De esas dos, la más interesante, por lejos, fue Fausto. O al menos la que creyó en buscar un clima y varias imágenes perdurables. Es cierto, la película entera grita “Reygadas Reygadas como te quiero Reygadas” y su dramaturgia es un cero a la izquierda de lo cursi, pero genera, en sus mejores momentos, una especie de trance en el espectador que al menos augura alguna esperanza a futuro en su directora. Debo admitir que fui el único del jurado (o de los jurados) que le vio algo bueno. El resto prefería a la que terminó ganando no sólo el premio de la FIPRESCI, sino también el de Cinemex y el Premio Art Kingdom : Feral. Terror found footage (el término ya me hace bostezar) parte de una historia inspirada en hechos reales muchísimo más fascinantes que el resultado final: el caso de monjes benedictinos que fueron sujetos de un controvertido experimento psicoanalítico que terminó con su expulsión por parte del vaticano. Luego, uno de los expulsados, viviendo en las afuera de un pueblo chico, adopta (o captura) a tres niños salvajes con la intención de civilizarlos. El debut de Kaiser no convence en ninguno de sus registros. Todo su prólogo, un documental falso con unas talking heads hablando sobre psicoanálisis, Chomsky y la iglesia mexicana, es de un acartonamiento y trucheza feroz. Su tramo final, ya directamente un film de terror, es un pastiche regurgitado de El Proyecto Blair Witch (1999) y Lake Mungo (2008). Feral ademas termina con la vuelta de tuerca mas gratuita y sin sentido de la historia del cine y su director/guionista confunde de una forma tan ridícula la pederastia con la homosexualidad que tiene el potencial de no ofender a nadie. Hay que decir, que al menos genera ganas de discutirla (cosa que no pasó con ninguna de las otras) y que tiene ese tipo de mediocridad especial que la vuelve candidata a una posible remake hollywoodense.
Y aquí va la parte paranoica: no puedo evitar pensar que fui llevado a ese festival para incentivar este tipo de cine y que el lugar que tuvo Feral dentro de su sección y dentro del orden de funciones para el jurado (es decir, la última en ser vista) fue premeditado. El primer paso de un realizador apenas correcto para volverse el Guillermo Del Toro, el Alfonso Cuarón (del cual se exhibía, en una función especial, Roma), el Iñarritu de la próxima década. Es decir, el director extranjero en Hollywood que consigue tanto el prestigio de cierto tipo de critica como los favores de la taquilla. El creador de un cine de medio pelo que se destaca por la incompetencia de quienes lo rodean y al cual se le puede otorgar cierta patina de “autor” o “realizador personal” por más cuestionables que sean esos rasgos. Feral es el cine que los críticos mexicanos quieren que se estrene y se premie, en contraste con el europeizado y elitista Reygadas. En ese contexto, una película tan influenciada por el creador de Post Tenebras Lux (2012) como es Fausto tenia todas las de perder. El lugar donde el cine es turismo era un primer paso fácil en la carrera de Feral. Que el jurado FIPRESCI haya optado por premiarla frente a Fausto, que necesitaba mucho más su apoyo, fomenta la idea de volver a la crítica cinematográfica como parte de un engranaje empresarial. Ojala todo esto sean figuraciones mías.
Es inevitable, afortunadamente, que algo bueno se haya colado en este festival. Oculta en la sección B-Side, que englobaba una dispersa selección de películas cuyo principal foco era la música, estaba Quién te cantará (2018) de Carlos Vermut, un director más o menos conocido dentro de España y desconocido fuera de la península. Esto es de una negligencia y de una ignorancia que debería de ser corregida cuanto antes. Con solo tres films bajo el brazo, Vermut se perfila como un creador de universos enrarecidos y como alguien que busca la forma más novedosa de trabajar con los géneros cinematográficos. Vermut conoce la historia del cine y de todos los lugares comunes en los que puede caer y siempre busca la manera de no caer en ninguno de ellos. Es una rara especie de cineasta, uno consciente de su post-modernidad pero que no permite en ningún momento la caricatura y el guiño indulgente. Construida por escenas largas y dialogadas, varias de ellas filmadas en planos secuencias, enfocadas tanto en la progresión dramática como en la construcción de sus personajes, Quién te cantará narra la historia de Lila, una cantante pop que ha perdido la memoria, y de Violeta, la imitadora que es llamada a enseñarle cómo volver a ser ella misma. Es decir, dos mujeres dentro de la misma gama de un color entre el espectro del rojo y el azul. Esa misma ambivalencia recorre toda la película, que cuestiona constantemente no sólo los limites de las personalidades entre las dos, sino también de los roles femeninos, de las relaciones entre madre e hija y entre los mismos géneros. Tanto un thriller psicológico como un drama musical (o, en su definición más estricta, un melodrama), la tercera película de Vermut es, principalmente, un film de mujeres, donde los hombres apenas aparecen y no tienen ningún peso en la trama o en las decisiones de sus personajes. En Quién te Cantará, Vermut también rescata la belleza pop de los ’70, tanto en su forma como en su contenido, generando secuencias musicales con canciones de Mocedades que se alejan del kitsch y de la parodia en las que un realizador más obvio podría haber caído.
Quién te cantará, por otra parte, me dio la respuesta a varias de mis inquietudes durante el festival: en una secuencia, Violeta, la fan, le hace una prueba de memoria a Lila, la artista, basándose en una entrevista que ésta realizó años antes. Ante la pregunta de qué es lo que no soporta Lila responde la falsedad. Cuando le pregunta qué es lo que mas aprecia dice los buenos modales y la educación. Violeta entonces señala la contradicción entre esas respuestas: para ser educado y cortés hay que ser un poco falso. Esa sensación de impostura fue la misma que tuve toda esa semana que pasé en Los Cabos. Hay algo detrás de esas sonrisas que esconde no tanto segundas intenciones sino más bien un cierto elitismo. Como un mesero en un restaurante que desconfía de su cliente si este no es claramente blanco, de mediana edad y con dinero, que necesita confirmar una y otra vez las credenciales para asegurarse que pertenece a una especie de club y que todo el tiempo esconde el odio a sí mismo que le enseñaron a tener con una mueca a puro diente, avalando el deseo de servir a su patrón. Un cine sólo interesado en vender una imagen exportable y temeroso de cualquier otra alternativa, ansioso por enterrar todo aquello que no le convenga bajo la arena de sus playas, al mismo tiempo que nos saluda dándonos una cálida bienvenida.
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