Es imposible caracterizar el cine de un país en base a su historia o supuesta identidad cuando cada uno de sus ciudadanos, ni que hablar de sus artistas, es una nación en sí mismo. El ejercicio, sin embargo, puede ser de suma utilidad cuando la estampa cultural de una película hace imposible asociarla con otro país, o cuando su narrativa está absolutamente ligada a elementos histórico-culturales de esa nación. El caso es que Llámame por tu nombre (2017), del italiano Luca Guadagnino, hace el trabajo notable de conmover al espectador contemporáneo y a la vez llevar el porte, en pos de homenaje y diálogo, de una tradición cinematográfica. No faltan artículos que profundicen en ella, ya que lleva un poco más de un año circulando por festivales y dos meses de estrenarse por todo el mundo; se han destacado, entre varios atributos, las actuaciones de todo el elenco, la banda sonora, la fotografía, la dirección tan sensible y atenta a los detalles que aportan autenticidad, y del guion, con su poderoso mensaje sobre la vida y la sexualidad, que trata a sus sujetos con humanidad y empatía. Por eso, esta reseña se va a concentrar en uno de los temas menos tratados por la crítica, que es el espacio que se construye el filme dentro de un cine europeo de ciertas características, sobre todo la recurrencia en el cine italiano del arte antiguo, y cómo ello contribuye a la articulación del contenido temático.
La novela homónima de André Aciman sirvió de texto base para lo que es la historia (adaptada por James Ivory) del romance entre Elio (Timothée Chalamet), un adolescente de diecisiete años con ascendencia multicultural y grandes aptitudes musicales, y el estadounidense Oliver (Armie Hammer), de veinticuatro, estudiante modelo recién licenciado en arqueología que es invitado por el padre de Elio (Michael Stulhbarg) a pasar el verano en Italia junto a su familia y ayudarlo con algunas investigaciones. La envidiable casona antigua de los Perlman (la madre es interpretada por Amira Casar) queda en alguna parte idílica del norte de Italia. El año es 1983. Dijo Guadagnino, respecto al cambio del año en el que transcurre la novela, de 1987 a 1983: “Se me ocurrió que el ’83 es el año, al menos en Italia, en que los años setenta fueron asesinados, donde todo lo que era grandioso acerca de los setentas se apagó definitivamente”.
Sea anecdotaria o intuitiva, la decisión también es política: si bien la película se mete de lleno en el mundo encantadoramente aislado de Elio, algunas discusiones de personajes secundarios o los posters colgados en ciertas esquinas de Crema dan la pista que 1983 es el año en que el socialista Bettino Craxi se transformó en Primer Ministro de Italia como líder del Pentapartito (“cinco partidos”), coalición formada en 1981 para garantizar que el Partido Comunista no llegara a la cantidad de votos suficientes. Es también el año en que se determinaron las rutas de transmisión del SIDA, en que se publica en Estados Unidos una primera lista de precauciones sanitarias para prevenir el contagio y en que se empieza a vigilar la situación global de la enfermedad. Asimismo, en 1983 ocurrió el famoso incidente en que la Unión Soviética casi interpreta una falsa alarma en su radar como indicación de un ataque nuclear por parte de Estados Unidos, solo meses antes de que un ejercicio de la OTAN tuviera que ser llamado a disminuir su nivel de actividad por el nerviosismo virulento que estaba causando.
El lente de Guadagnino no pierde de vista a los que están en la periferia de la relación entre Elio y Oliver, quienes lo observan, sustentan o dejan que prospere. Como en varios de los ejemplos más ilustres del cine de autor italiano, la perspectiva de la clase baja o campesina es parte ineludible del entramado narrativo; tal vez nunca elaborado con tanta profundidad como en Novecento (1976) de Bernardo Bertolucci, los cambios sociales que trae la modernidad han servido de trama y drama para un sinfín de películas italianas. El hogar de los Perlman que Llámame por tu nombre retrata con tanto afecto, no escapa a la tradición: son los sirvientes, aunque felizmente integrados a la familia, los que por momentos recuerdan la existencia de una dimensión que opera fuera de los despreocupados y dulces aires de verano que atraviesan los protagonistas, lo que hace que las brevísimas apariciones de afección física, como cuando a Elio le sangra la nariz en el almuerzo u Oliver le muestra una herida que puede estar infectada, puedan sugerir una lejana pero válida alusión al SIDA. El hecho de que Elio no lleve su collar con la estrella de David porque la madre le dijo que son “judíos discretos” también invita a reflexionar sobre aspectos en apariencia externos al amorío, más allá de que la palabra “discreción” tenga connotaciones especiales en lo que refiere a la sexualidad.
La película juega continuamente con la diferencia entre lo que los personajes saben, piensan, sienten y hacen. La evolución del trato entre Oliver y Elio, al principio mediante un vals de comentarios y gestos disfrazados como casuales, revela capas de complejidad acerca del papel de los padres en el asunto. La exigua pero continua presencia de los empleados domésticos Mafalda (Vanda Capriolo) y Anchiese (Antonio Rimoldi), a su vez, propone un mirar “de afuera” difícil de descifrar: no sabemos qué ni cuánto saben, lo que opinan, si vivieron algo similar o si desean haberlo vivido. Lo que sí hace su indirecta participación, su mirada simple, es descentralizar la trama al liberar al romance de su propio hermetismo (en cuanto a la intensidad del amor y el contexto socioeconómico), además de plantear la triste y real noción de que la aventura de Elio es la excepción más que la regla: tiene la suerte no solo de poder concentrarse exclusivamente en la música y en ser adolescente, sino de ser bien correspondido en todas sus apetencias amorosas y hormonales, éxito que, al menos en la pantalla, sus amigos no tienen (esto incluye a Marzia (Esther Garrel), la amiga que se enamora de él y con quien Elio primero se acuesta). La evocación de un verano inolvidable, de paseos en bicicleta por hermosos paisajes pastorales y pueblerinos, momentos erótico-meditativos a media lumbre, baños en manantiales cristalinos y calores invitantes que no sofocan, adquiere un peso extra en la vida de sus protagonistas por cuánto les es permitido manifestar su voluntad y qué tan singular es ello en el mundo. Tanto Elio como el espectador –no así, aparentemente, Oliver, o el resto de los adultos de la historia– se olvidan por momentos que incluso la tierra de la abundancia está sujeta al tiempo.
Como es de esperarse, la nostalgia (visual, sonora, atmosférica) es el aura predominante de principio a fin. La película no solo hace sonar la música de 1983, sino que además tiene una facilidad natural para evocar aquel pasado análogo en que el contacto humano era más libre y frecuente, quedándose en detalles atmosféricos de carácter universal, como es la sensación de caminar descalzo en una casa un día de calor, vestir perpetuamente el traje de baño, desayunar, almorzar y cenar a la intemperie, estar en una fiesta bajo las estrellas y esa vibración en el aire perfumado que de alguna manera todos están buscando enamorarse. Las canciones de Sufjan Stevens, compuestas exclusivamente para la película, tienen la particularidad de sonar como un puente ideal entre la música de los ochenta y la mirada contemporánea, aportando en la caracterización musical del sentido de ensoñación y pérdida. La parte clásica de la banda sonora empuja en la misma dirección con las notables “Le jardin féerique” y “Une barque sur l’océan” de Ravel (el “Capricho sobre la partida de un hermano querido” de Bach y la “Sonatina burocrática” de Satie son grandes elecciones, pero ningún joven pianista, por más exquisito que sea, estaría libre de Chopin). Es irresistible pensar que los italianos son los reyes de la películas “de verano”, porque sin duda son de la tragicomedia. En Fellini, De Sica, Risi, Ferrari, Olmi, entre tantos otros –Sorrentino más recientemente– el drama y la nostalgia o melancolía van de la mano con el humor; la tragedia cotidiana se transforma por momentos en comedia en torno a giros y gestos propios de la cultura italiana (imposibles más cercanos a los rioplatenses); basta ver a Oliver refutar las expectativas iniciales de “típico gringo” que Elio deposita en él cuando se dirige a un boliche humilde, saluda a un conocido y entra a jugar a la cartas con los lugareños.
Il sorpasso (1962) y Perfume de mujer (1974), ambas de Dino Risi, son referentes dentro del cine italiano con el mismo esquema “picaresco” de Llámame por tu nombre: un joven es iniciado por alguien mayor en un entendimiento más abierto de la realidad durante la estación calurosa. La película de Guadagnino no tiene a Vittorio Gassman de tempestuoso e imperfecto Virgilio para su pueril y confundido Dante, pero sí va en búsqueda de momentos vitalistas muy emparentados. El verano es de por sí sinónimo de vacaciones, descanso, de climas y situaciones que mejoran el estado de ánimo, para los que más lo atesoran un oasis de días largos llenos de actividades, donde puede pasar de todo, oasis previo al regreso a la civilización, como si durante el resto del año la vida perdiera esa intensidad encantadora y ocurriera a cuenta gotas. Ejemplos notables de lo mencionado son Juventud, divino tesoro (1951) y Un verano con Monika (1953), de Ingmar Bergman, que comparten con las de Dino Risi la irrupción de la gloria estival por un súbito golpe de realidad. En el caso de los italianos, sin embargo, él éxtasis romántico del verano y la redescubierta alegría de vivir se erige siempre perenne por encima de la desgracia o el dolor latentes. Como pasa con el twist y la playa en Il sorpasso, es el momento en que tanto el niño, como el adolescente y el viejo, de cualquier lugar de procedencia y estatus, llegan a vibrar en la misma sintonía.
Verano es sinónimo de nostalgia incluso cuando nos encontramos en el medio de él, porque pensamos en su inminente fin, “cuántos días nos quedan”. Estamos más presentes para recordar ciertos momentos. El cine, de alguna manera, sigue a esta dinámica, en tanto que su materia prima es emoción dramatizada que instantáneamente se transforma en “recuerdo” cuando se deposita en un soporte para ser visto después. Ver una película es similar a meterse en las anécdotas de alguien, sobre todo porque son de las creaciones artísticas que más rápidamente envejecen a los ojos del público. Podría decirse que los italianos hacen películas “de verano” incluso cuando ese no es el tiempo donde transcurre la acción; no es necesario agregarle un color sepia o exagerar su lugar en el tiempo a las películas de Giuseppe Tornatore (Cinema Paradiso, Malèna, La leyenda del pianista en el océano), sino que basta con dejarse llevar por su recreación de un mundo más simple, vivaz y emocionante (tampoco lastima el hecho de tener la música de Morricone para acompañar las imágenes). En Érase una vez en América, del italiano Sergio Leone, la caracterización de los gangsters es tan importante como su habilidad para recordar el pasado y sufrir por los reveses de la amistad.
Por su templanza editorial y compositiva, Guadagnino recuerda a los viejos maestros, respaldado por los colores orgánicos y poco saturados que bendicen su celuloide. A través de un único lente de 35mm, su preferencia por encuadres que se podrían llamar neoclásicos suele magnificar la presencia y esencia del sujeto; la cámara, ubicada con frecuencia por debajo del horizonte, no se priva de capturar a sus personajes con el entorno físico que ya los encuadra (muebles, ventanas, puertas) ni tampoco se deja mover más de lo necesario; es una cinematografía que a veces encuentra puntos de apoyo en acercamientos a partes del cuerpo de los actores o en objetos con texturas particulares, trabajando en consonancia con la mirada contemplativa y el erotismo que propone la presencia del arte clásico en la historia. Si la referencia de Bertolucci mencionada más arriba puede adscribirse como influencia, el director suele citar a Jean Renoir cuando este decía que siempre dejaba una puerta o ventana abierta en el decorado para “invitar” a la realidad, consejo que Guadagnino parece seguir al pie de la letra. Una salida al campo (1933), Las reglas del juego (1939) y El río (1951) se concentran en lo que le acontece a un grupo familiar durante su estadía en una “casa de campo”. En El Río, además, las adolescentes protagonistas tienen que lidiar con la poderosa atracción que sienten hacia un invitado norteamericano mayor que ellas. Varias películas de Luis Buñuel, El ángel exterminador (1962) y El discreto encanto de la burguesía (1972) entre ellas, también enfrentan a familia y amigos en un espacio delimitado, fórmula que Guadagnino también siguió en sus dos películas previas, El amante (2009) y Cegados por el sol (2013), agrupadas con Llámame por tu nombre en una accidental “Trilogía del deseo”. Buñuel es mencionado por uno de los invitados que critica, con su fervor a la italiana, la situación política y cultural del país (su esposa le comenta a la madre de Elio, amistosamente y a la pasada, que se aburguesó luego de heredar la casa):
– “¿Por qué no hablamos de Buñuel, que muere de un paro cardíaco por todo lo que sucede? Muere Buñuel, genio del surrealismo. [Le pregunta a Elio] ¿Conoces a Buñuel? [Elio asiente]
[La esposa del hombre dice:] – El cine no resuelve todos los problemas.
[Continúa él]: – El cine es un espejo de la realidad y un filtro. Transmiten El fantasma de la libertad con continuas interrupciones.”
El antecedente definitivo y verdadero iniciador del diálogo es, sin embargo, Viaje a Italia (1954) de Roberto Rossellini, ya que comparte con la película de Guadagnino la constante referencia a un elemento estético y temático muy importante: la figura humana. La pareja formada por Ingrid Bergman y George Sanders padece una serie de desencuentros una vez llegados a Italia, obligados a ir debido a una herencia (punto en común con los padres de Elio). Cada uno hace de las suyas; ella visita ruinas, una catacumba, un museo, y juntos al final son testigos del desenterramiento del molde de una pareja en Pompeya que murió abrazada bajo las cenizas del volcán. Lo que les hace encontrar momentáneamente el amor que habían perdido no es solo es el recordatorio de la muerte, con tantos símbolos a su encuentro por encima y debajo de la superficie, sino el contraste con las demostraciones cotidianas de vida y fecundidad (mujeres embarazadas por doquier en la calle y la fiesta popular del final). Los ciclos del tiempo, la relación estrecha entre la vida y la muerte, rara vez fue articulada en la pantalla con tanta destreza. Llámame por tu nombre no busca probar exactamente el mismo punto, pero sí se apoya en metáforas similares, las que son provistas por el arte escultórico. En el clip a continuación, el personaje de Ingrid Bergman visita un museo por diversión, pero lo que le espera allí es un continuo y sutil escalofrío al encontrarse con la trascendente elocuencia de artistas clásicos y renacentistas:
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El pleito del ser humano como criatura terrenal con aspiraciones metafísicas, la forma en que sus creaciones llevan congeladas un momento en el tiempo para resistir mejor que él su pasaje, aparece con urgencia en los ojos del lanzador de disco, en el ritmo de su composición, en el movimiento de su pose, forzado a la inmovilidad. Son los comentarios que hace el padre de Elio cuando mira unas diapositivas de esculturas helénicas con Oliver los que explicitan ese mirar la vida desde el arte: “No hay un solo cuerpo derecho en estas estatuas. Todos se curvan, a vece de forma imposible. Y con tanta soltura. He ahí su intemporal ambigüedad, como si te retaran a desearlas”. Italia siendo el país que es, de una cotidianeidad ciudadana en incesante contacto con monumentos y arquitectura de variada antigüedad, no ha tenido dificultad en propiciarle a las mundanidades de su cine espacios poblados de la más eterna y sagrada cultura. La dolce vita (1960) y La gran belleza (2013) son los más claros ejemplos en donde Roma aparece como la ciudad milenaria que hogar de los excesos más rebuscados de la clase alta y lo que ha perdurado de la artesanía, el sudor y el genio de incontables individuos a lo largo de los siglos, subrayando la angustia quienes están tan cerca y lejos de encontrar la perspectiva que los puede salvar (Antonioni despeja al sujeto de ese trasfondo y lo deja en la aridez de sus nuevas torres de hormigón).
En Llámame por tu nombre, sin embargo, los descubrimientos arqueológicos, las fuentes literarias, la música y el esplendor natural que acompañan el desarrollo del romance entre Elio y Oliver exaltan la belleza eterna de lo transitorio, noción defendida por el padre en su memorable y conmovedor discurso (injustamente, Stuhlbarg, que excede las expectativas del año también en The Post y La forma del agua, no fue nominado a mejor Oscar de reparto). La película otorga la cualidad de esculturas vivas a los cuerpos de los personajes. Ellos ven sacar una estatua del mar de la misma manera que sus cuerpos o extremidades emergen del agua después de nadar. Dicha estatua, rota y cubierta de moho, es la de un muchacho un tanto andrógino y joven como Elio. El peligro es dar las cosas por sentado; la primera vez que manifiestan verbalmente su atracción lo hacen después de caminar alrededor de un monumento de la Primera Guerra Mundial que conmemora una de las batallas más sangrientas, donde perecieron miles de jóvenes como ellos (escena que tiene una brillante puesta en escena por parte de Guadagnino, como él mismo explica en el siguiente clip de YouTube).
Llámame por tu nombre no es solo la película más accesible de su director, sino también la que más nos acerca a su protagonista. Realmente hay que señalar la habilidad con la que Guadagnino y Chalamet pintan un retrato tan veraz de la adolescencia, puntuado por la toma final, devastadora por ser tan precisa, auténtica e íntima en cuanto al rango de emociones que evoca (ocupa toda la duración de los créditos, aunque lamentablemente en algunos cines se prende la luz mucho antes de lo ideal). Que el hogar de los Perlman, atípico pero nunca artificial, sea plenamente acogedor de toda aspiración intelectual, conflicto interno o inquietud sexual que tenga Elio, permite al espectador tener una mirada libre y empática. Lo que ha resonado tanto en audiencias modernas es precisamente el aire que la película deja respirar a sus objetos animados e inanimados, a los cambios de ritmo y escenario, a la inacción cargada, el éxtasis y el reposo, visión estética y pansexualista que deja prosperar un sentimiento más allá de su desenlace. Llámame por tu nombre es hipnótica como las esculturas donde la ejecución de la belleza es evocación del drama y la clara separación de estos dos elementos es imposible; el lanzador de disco de la película de Rossellini y su mirada, que exhorta a dirigir la atención hacia adentro pero también hacia afuera: el cuerpo no como mero vehículo y soporte de una consciencia sexual que siente y expresa deseo, sino como parte íntegra del ser, como recurso limitado y extinguible que es a la vez inspiración poética, punto de partida efímero para expresar lo eterno.