Hablar de la mala distribución (por no decir nula) que tuvo la última película de Clint Eastwood, Jurado N.2 sería redundante; y además formaría parte de otra nota, ya que para hablar de este tema y cómo llegamos hasta aquí habría que mencionar varios puntos que van más allá de un simple -pero lamentablemente cierto- “La industria del cine hoy en día es un desastre”. Pero también no me privaré de decir lo que ya varios dijeron, es una pena que no podamos ver en pantalla grande ya no solo la última película de Clint Eastwood, sino que también, no podamos ver en pantalla grande la mejor película del año.
Justin Kemp (Nicholas Hoult) es un hombre casado y futuro padre que en una noche lluviosa decide ir a un bar, pero no toma nada (en parte enfrentando su pasado como alcohólico). Vuelve en auto en una noche demasiado lluviosa y en un momento tiene un choque, se baja, no ve a nadie y piensa que ha sido un ciervo. Un año después, él es convocado para ser jurado en un juicio por asesinato, donde a un hombre se le acusa de matar a su novia que ha aparecido muerta justo donde Kemp tuvo el accidente. Con lo cual él, sin saber qué ha ocurrido, se siente culpable y responsable de esa muerte.
Hablar de Clint Eastwood como director es algo realmente único, por tres motivos: El primero, ser uno de los últimos bastiones del director clásico (más que nada en narrativa) que aún siguen filmando a pesar del paso del tiempo; el segundo, porque es un caso donde por ese mismo paso del tiempo, su cine ha adquirido una poesía que muy pocos directores tienen y logrando hacer películas aún mejores de las que ya venía haciendo en el siglo XX -y eso que hay que superar obras maestras como Los Imperdonables o Un Mundo Perfecto-; y tercero, porque a cada nueva película no solo se construye una de las mejores filmografías de la historia, sino que también explora una nueva cuestión ya vista en sus anteriores cintas. Tres motivos que vuelven a aparecer en Jurado N.2, pero de una forma diferente.
Iniciando por lo básico, Jurado N.2 es un reverso total del tropo que une a toda la obra de Eastwood, el héroe común. Personas normales que a través de una situación que pareciera pasarles por encima, ya no solo tienen que actuar contra ella, sino que también transitar un cambio personal que casi que es lo que al final les hace avanzar en su historia. Si bien no es el primer director en tratar esta cuestión -de hecho, en Poder Absoluto relee a otro prototipo de héroe como lo es el Hitchcockiano-, si uno puede identificar señas claras de su narrativa y que también estas historias (en la mayoría de las veces) están basadas en casos de la vida real es algo que ayuda a lo que quiere construir el director. Además, en lo que pareciera ser en la superficie una reivindicación del American Way of Life, en realidad es todo lo contrario, ya que ese cambio de personajes viene inicialmente desde el cuestionamiento a sus valores o en algunos casos a las autoridades externas como el gobierno.
Partiendo de esa base, Jurado N.2 tiene todos los papeles en fila: un hombre común que literalmente es llamado a deber de sí un hombre es culpable o no, teniendo la oportunidad de liberarlo pero entendiendo que para eso debe pasar por todo un cuestionamiento a lo que creía normal y aceptando su nueva realidad. Pero aquí ocurre otra cosa, Justin Kemp nunca acepta esa realidad, nunca acepta su condición de culpable y si trata de ayudar al acusado, es por otros medios que no lo involucren a él sufriendo una consecuencia. Acciones que dan como resultado la sentencia final: cadena perpetua para un inocente y Justin saliéndose con la suya.
Un final donde ya no solo el bien parece perder, sino también la idea de la redención y lo sagrado. En cuanto a esto ya no solo nos referimos a un momento -excelente- como el del personaje de Toni Collette mirando el “En Dios Confiamos” mientras se dicta la sentencia, sino a una idea de vida. Justin Kemp en la noche del accidente pierde a dos personas de forma literal y metafórica, a sus gemelos y a Kendall Carter. Y al año siguiente puede revertir eso dando una nueva vida, tanto a un nuevo hijo como salvando a James Sythe de la cárcel, pero nunca termina de dar ese paso, de atravesar el camino que le pueda dar una redención aún más fuerte que la de llevar varios años sobrios (cosa reflejada en la escena de la vuelta al puente, donde frente al cuestionamiento se le cae la moneda de sobriedad).
Justin Kemp nunca atraviesa el puente -eje vertical- y decide quedarse en el “Escondite de Rowdy”, lugar en el que ya no solo se va a esconder una persona con miedo a enfrentarse a sus miedos (tanto al inicio como al final de la trama) sino también donde se esconde la verdad. Una idea que Eastwood lleva a cabo de manera visual, encerrando siempre al personaje. A veces a través de objetos como cortinas semi-abiertas u otras personas, a veces cubriéndolo de sombras que casi no dejan ver la imagen y a veces simplemente encuadrando al personaje en primerísimos primeros planos, no dándole una escapatoria de la situación que está viviendo.
Cosa que vuelve a pasar en el final. En una película que podría cerrar con ese plano del personaje de Collette sentada mientras se le encuadra desde arriba, y se ve como la balanza de la estatua de la justicia se balancea constantemente -uno de los planos del año-, Eastwood decide ir un pasito más y cerrar con un duelo de miradas casi sacado de un western entre estos dos personajes. El no dar una respuesta ya no solo viene por la misma naturaleza de narrador hijo del cine clásico que tiene Eastwood (la historia inicia y cierra con el juicio, lo que venga después es parte de otra historia), sino también para aumentar la idea de su historia, la culpa como algo que se carga toda una vida.
Si bien esta película (si la tenemos en cuenta como la despedida de Eastwood) puede parecer pesimista por su retrato que hace de una justicia totalmente corrida de lo que es realmente correcto, en realidad no es tan así. Sí, es una deconstrucción total del héroe común y es un lado B que nunca se vio en su filmografía, pero también el director no decide quedarse con lo derrotista, ya que con ese final muestra la verdadera consecuencia, una culpa insoportable -que hasta se siente tangible en el plano- y con la cual el personaje deberá hacerse cargo. Cuando el héroe no aparece, la conciencia lo hace. Y nosotros como espectadores, a diferencia del plano inicial, ya no tenemos los ojos vendados y tenemos el verdadero poder de la mirada, la cual es una de las enseñanzas que Eastwood nos dejó a lo largo de su obra.