Juana Suárez es investigadora, crítica, gestora cultural, docente y directora del programa de maestría en Preservación Audiovisual y Archivos (MIAP) de la Universidad de Nueva York. Tiene una maestría en preservación y un doctorado en literatura latinoamericana. Es autora de libros como Sitios de contienda. Producción cultural y el discurso de la violencia (2010), Cinembargo Colombia. Ensayos críticos sobre cine y cultura (2009), entre otros. Realizó un proyecto acerca de cineastas colombianos radicados fuera del país titulado Memoria Nacional/Movilidad Transnacional: la experiencia fílmica colombiana en el extranjero en años recientes.
Actualmente, trabaja en su proyecto Kamani: hacia una propuesta digital colaborativa para la preservación de medios audiovisuales, el cual consiste en un sitio web donde los archivos latinoamericanos puedan compartir recursos. La idea de Kamani es centralizar la actividad de los centros en un lugar, para que la gente tenga un sitio seguro para encontrar la información de cada uno: qué tipo de archivo es, a qué se dedica, qué funciones cumple, cuál es su acervo, qué se puede encontrar allí, convocatorias y demás. No sería un vertedero de materiales ni de películas, sino un lugar para conocer qué sucede en cada archivo y así facilitar su acceso al público general.
En el marco de la presentación de su proyecto con GEstA, conversamos con Suárez acerca de cine colombiano y archivos latinoamericanos.
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¿Cuándo fue que la situación de los archivos latinoamericanos te pareció alarmante como para dedicarte a eso?
Yo no estoy dedicada 100% a los archivos, sigo haciendo investigación, gestión cultural y docencia. Lo digo porque me ha sucedido que gente me aborda y me dice “No sabía que no te dedicabas sólo a los archivos sino que también trabajabas en cine”. Esto me lo dicen académicos. Entonces me pregunto cuál es la visión que ellos tienen de los archivos. Los archivos son parte del cine, son su materialidad. Son la nave nodriza, allí vamos a buscar fuentes, evidencias, materiales para creación, etcétera.
Yo llevaba mucho tiempo como investigadora de cine, y siempre tenía que buscar en bibliotecas y archivos. En general, siempre me preocupó cierta hostilidad que tienen los centros de documentación. Son un poco macizos y difíciles de roer. Cuando estaba haciendo una investigación acerca de cine colombiano, mientras hacía el doctorado, me di cuenta lo difícil que era conseguir recursos. Me parecían fascinantes pero no había mucho contacto con la gente. Se presentaban como lugares crípticos donde hay unas latas de películas pero, como investigador, nunca las ves. En específico durante esa investigación, estaba trabajando con una película colombiana de 1926 llamada Garras de oro: the dawn of justice. Es una película huérfana, que desapareció de las arcas de investigación colombiana a finales de la década del 20. Volvió a aparecer en los 80 cuando la restauraron y digitalizaron.
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¿Entonces no saben de quién es?
La firma un hombre que se llama PP. Jambrina, pensamos que era un pseudónimo. Un investigador colombiano que ha trabajado mucho con esa película encontró que el hombre en realidad se llamaba Alfonso Velazco, que vendría a ser el tío abuelo de un cineasta colombiano muy famoso de los 80.
Buscándole las pistas a esa película -de verdad una historia muy detectivesca- fue que termine metida más y más en el mundo de los archivos. Después tenía un cargo como docente en una Universidad, quería refrescar un poco más el conocimiento y me di cuenta que quería adentrarme aún más en el mundo de los archivos.
¿Cuál es la situación actual del cine colombiano?
Yo creo que es un momento bastante saludable. Hay un buen mecanismo para atraer fondos para hacer cine. Pero en arte, de nada sirven los recursos si no tienes creatividad. Los recursos financieros están bien, sin embargo nunca sobran. La entidad que regula la bolsa mayor es Proimágenes Colombia, para la cual yo he trabajado como consultora de archivos pero nunca como consultora de proyectos. Creo que allí es donde se produce el cine mainstream de Colombia.
Proimágenes como institución ha tenido muchos aciertos, incluso interés en conservar sus archivos. Ellos heredaron el fondo de Focine, la empresa estatal de cine que funcionó de 1978 a 1993, que ya había recogido parte de la herencia fílmica colombiana. Ahora abrieron un fondo para investigación. Es un fondo mixto que trata de cubrir muchos aspectos que son importantes para que haya vitalidad en una industria cinematográfica. Falta dinero y se mueve mucho para crear convenios internacionales. Hay segmentos descuidados, como el documental y el experimental, pero la labor no tiene por qué ser solo de esa entidad. La industria tendría que descentralizarse más.
Las convocatorias tienen un corte muy neoliberal, los creadores tienen que responder bajo preceptos económicos, en un lenguaje totalmente mercantil. No hablan de la película, sino del producto. Además funcionan con el sistema de pitch, que es algo que prestamos del sistema de la publicidad. No es para todos los cineastas, no todos se sienten cómodos vendiéndote un producto en tres minutos.
Eso en cuanto a la estructura. En relación al contenido hubo un giro hacia 2005. Las narrativas que se hacían en el cine colombiano, cerca de los 80, venían muy marcadas por el concepto del realismo mágico (que es algo que prestamos de García Márquez). Luego con la confluencia del narcotráfico y los paramilitares hicimos un cine que era muy presentista, basado en el problema con el narcotráfico y el conflicto armado, con muy malas representaciones de la guerrilla, sin ninguna exploración psicológica de ninguno de los implicados. Había una cantidad de velos políticos que hacía difícil a los cineastas navegar alrededor de ciertos tópicos. De pronto la influencia de cineastas argentinos como Adrián Caetano, Lisandro Alonso, Lucrecia Martel, hizo que muchos jóvenes se fueran a estudiar a Argentina. Hubo una renovación de lenguajes. En las películas ahora hay más contemplación y ritmos más diversos, pero esto también responde a una profesionalización de los oficios que no existía antes.
Una crítica que tengo es que hay una sensación de euforia en el cine colombiano. Un “ya llegamos, somos el mejor cine de América Latina”. Eso es nocivo: si tú piensas que ya terminaste una labor, ya no tienes nada más que dar. Demasiada auto-celebración. Y lo digo con respeto porque muchos de estos cineastas son colegas y amigos, pero pienso que debe haber más espacios críticos y de reflexión. Es difícil en un país sin tanto apoyo para la investigación y espacios de debate. Debe haber menos énfasis en los festivales, no deberían ser el punto máximo de aspiración. Habría que redirigir la energía de los festivales y dedicarla a ver cómo podemos diversificar los géneros y generar más contenidos.
También creo que hace falta explorar más temáticas y cuestiones. Algo por lo que como mujer he empujado mucho, es por revisar el papel que tenemos las mujeres en ese entramado. Las mujeres seguimos ganando menos, estamos muy dedicadas a la administración del cine. Y faltan mujeres en tecnología, en campos técnicos, visibilidad de las directoras, visibilidad en los foros públicos y hasta en los programas académicos que se van creando.
¿Viste la serie Narcos? ¿Qué pensás acerca de la representación colombiana?
No la vi. En cierto momento pensé en hacer un proyecto sobre Pablo Escobar porque es un personaje que me inquieta mucho. Pienso que hay tres figuras históricas que marcan a Colombia en el siglo XX: Tirofijo el guerrillero, Pablo Escobar y Jorge Eliécer Gaitán. Pienso que son tres cadáveres que el país arrastra y que nunca termina de enterrar. El fenómeno de Pablo me interesa mucho porque impactó a la cultura colombiana. Los jóvenes hoy en día hablan como los tráquetos, que eran sus hombres de apoyo. Usan su lenguaje: “parce”, “parche”, etc. Todo el slang colombiano actual está basado en una gran herencia del narcotráfico. Batallamos mucho por la idea del dinero fácil y hay una gran diáspora en Colombia que se debe a los carteles de la mafia, a la forma en cómo esto impactó la economía y la seguridad en Colombia. Es un hombre inquietante que al mismo tiempo es reverenciado en algunos sectores marginales de Medellín. Sacudió la doble moral del colombiano. Me preocupa que en todas esas series y novelas hay cierto morbo por la espectacularidad de la vida del tipo. Pienso que fue una vida muy patética. Hay dos testimonios muy interesantes: el de su amante Virginia Vallejo, en su libro Amando a Pablo, Odiando a Escobar. Es una mujer muy frívola y burguesa que devela una parte que no existe en estas producciones, que es la parte psicológica. También está el relato del hijo, del que hay un documental, que muestra cosas patéticas como tener maletas y maletas de dólares pero estar encerrado sin poder comprar algo por miedo a que lo capturaran. Me dejaron de interesar esas narrativas, pero quiero retomar ese trabajo acerca de cómo Medellín se volvió el archivo de la memoria de Pablo. Hay un problema con eso porque muchos materiales han sido purgados de algunas estaciones de televisión para evitar “la mala imagen de Medellín”. Hay una foto que me encanta: él está afuera de la Casa Blanca con el hijo, es muy minimalista pero con muchas marcas de clase que es un problema que Pablo resumía. Él era un rico que no tenía el pedegrí que ciertas familias creían tener, es un país lleno de rezagos coloniales. “El apellido” era algo que no podía comprar. Podía ingresar al círculo de políticos corruptos, pero la política hace muchos años que es una alianza entre grandes familias. Les tengo pereza a estas series porque están hechas para vender un personaje fácil.
¿La audiencia colombiana ve más cine extranjero?
Sí, no vemos cine colombiano prácticamente. A mí el concepto de formación de públicos no me convence mucho, porque creo que convivimos con una generación audiovisual desde pequeños. A un niño de uno o dos años los papás ya le ponen la tableta en la cunita. La formación audiovisual ya debería estar instituida desde el kindergarden, debería exigirse como cátedra de la misma manera como se aprende a leer y escribir.
Al colombiano no le interesa mucho el cine nacional, sobre todo cuando vienen con estos brotes patrióticos de “apoye al cine colombiano”. No vemos avisos diciendo “apoye al cine de Francia” o el de Estados Unidos. Si se desprende de esa agenda nacionalista podría funcionar mejor. Por otro lado, tenemos una compañía dominante que es Cine Colombia que no piensa en los intereses de los cineastas colombianos. Natalia Santa tuvo su película en Cannes (La defensa del dragón (2017)) y en Colombia la película duró dos semanas en pantallas. Además, Cine Colombia adjudica unos horarios terribles al cine nacional, 11 de la mañana, cosas así. Abogan muy poco por la visibilidad. En relación a la distribución, creo que no se dan cuenta que no a todo el mundo le interesa la pantalla grande. Las películas de pronto deberían estar listas para salir en otras formas de consumo, tipo VOD (Video on demand). Hay más interés, pero cuando el cine se presenta como una camisa de fuerza a la gente le deja de interesar.
¿Y los archivos colombianos cómo están?
Hay una entidad central para los archivos que es la Fundación Patrimonio Fílmico Colombiano. Funciona como un archivo nacional, guarda materiales desde la llegada del cine a Colombia. Desapareció mucho cine silente, hay sólo 3 largometrajes en buena forma. Del archivo más importante de noticieros, el de los hermanos Acevedo, se perdió en un 70% antes de que Patrimonio lo pudiera acopiar. Hay muchos recursos y buenas iniciativas. Hace falta un buen centro de documentación, Hay un problema en muchas instituciones culturales en América Latina y es que no siempre se cuenta con expertos en el tema. En los archivos es importante tener administraciones que conozcan la historia del cine nacional, los medios y el tema en sí de los archivos, el campo de conservación y preservación. Entender esos materiales como obras de creación, no como “productos”. En Colombia y muchos lados, necesitan una gran actualización en cuanto al lenguaje administrativo. Nos come la burocracia. Pero en el caso colombiano, es una institución en un momento de transición así que, con suerte, puede tener un futuro mejor.
¿Cómo ves la situación uruguaya?
Creo que hay cosas muy positivas. El escáner del Laboratorio de Preservación Audiovisual, por ejemplo. Hay mucha creatividad, trabajo conjunto, voluntad de no quejarse tanto y no resguardarse en el concepto de obsolescencia, sino pensar cómo hacer funcionar esos equipos. Cuando hice el diagnóstico preliminar en el 2011, me preocupaba mucho la situación de la Cinemateca Uruguaya. Fue un organismo rector de la mirada del cine de toda América Latina. Faltan recursos para proteger los nitratos y materiales que allí se albergan. Me preocupaba la falta de dinamismo del SODRE. Se batalla con muchas cosas, pero sostengo que deberíamos burocratizar menos. No somos agentes de cambio tan efectivos como quisiéramos. Siento mucho escepticismo, en Uruguay podría trabajarse de una manera más positiva. Hay un interés compartido, hay una Mesa Interinstitucional. La idea es pensar cómo llevar adelante proyectos en vez de concentrarnos en todas las trabas, algunas propuestas por nosotros mismos.
¿Por qué pensás que es importante preservar las imágenes para un país?
Un lugar común es el rollo de la memoria, que se vuelve un poco cliché cuando no se plantea con contenido. Es un capital cultural que da cuenta de la historia y de las historias. Da cuenta de cómo se construye un país, de lo positivo y lo negativo. Piensa en una familia sin un álbum fotográfico, es como que te digan que te pareces a tu abuela pero sin tener una foto para ver realmente quién es esa persona a la que dicen que te pareces. Aunque sea cliché, la memoria sirve para saber cuál es la raíz, qué es lo que te ha sostenido y cómo la comunidad en la que habitas ha pasado por un proceso que determina muchos aspectos de tu devenir.
¿Qué pasaría si perdiéramos todas nuestras imágenes?
Seríamos seres amnésicos que cometeríamos los mismos errores a falta de referentes del pasado. Es algo que pasa mucho. No habría recuerdos ni alusiones, ni un marco conceptual que nos permita funcionar mejor. Se ve mucho en la política, en Bogotá el administrador que llega trata de borrar todo lo que hizo el anterior. Es una guerra de imágenes.
¿Por qué pensás que la propuesta colaborativa es la mejor para los archivos de América Latina?
Pienso que si hay un poco de entusiasmo y voluntad, la colaboración es un paso para compartir recursos. Hay gente que sabe que existen ciertas cosas pero está como en el éter, no hay un lugar que centralice. Es una manera de escapar a la lentitud con la que el Estado pone los recursos a disposición del ciudadano. La idea es que tú entres a Kamani y conozcas qué sucede con los archivos latinoamericanos, en qué te pueden ayudar, qué convocatorias hay. Por ejemplo si quieres digitalizar un vhs de tus padres allí puedes enterarte cuál es el mejor lugar para hacerlo. La idea es no complicar mucho la respuesta, sino habilitarte para que puedas llegar al material. Y que colabores con tus propuestas. Que el archivo sea de todos y para todos.