IT (2017)

Esa cosa que me habla

En 1986 Stephen King publicó una novela ambiciosa, desmesurada e irregular sobre un  pueblo ficticio de Nueva Inglaterra llamado Derry donde, cada tanto, el propio pueblo asesinaba brutalmente a sus habitantes. Ese horror inexplicable emergía a intervalos más o menos regulares de veintisiete o veintiocho años y adoptaba varias formas. Bien podía presentarse como un monstruo de la cultura de masas estadounidense de los años cincuenta (el hombre lobo o la momia) pero también como sujetos o experiencias más oscuras, vinculadas a nuestros miedos profundos: por ejemplo, si uno tenía una tendencia marcada hacia la hipocondría, el terror aparecería en forma de un leproso moribundo con la piel cuarteada y podrida, pero si la potencial víctima era una preadolescente aterrada por el efecto que sus cambios hormonales estaba provocando en los varones adultos de su círculo más cercano, el miedo podía tomar la forma de un torrente de sangre, una suerte de menstruación catárquica que emergía imparable del agujero del lavatorio. Sin embargo, lo más probable es que el miedo se apareciera, simplemente, bajo la forma de un  payaso llamado  Pennywise.

El título del libro —un pronombre personal de una sílaba que resuena largo rato en los dientes luego de pronunciarse pero que, traducido al castellano, es imposible de disociar, lamentablemente, del nombre de una estación de servicio— era una de las mayores virtudes de la novela; apuntaba como una flecha hacia eso que Freud llamó “lo ominoso”, ese terror  perteneciente al orden de lo familiar, lo íntimo, lo doméstico que no puede nombrarse pero ante el cual uno se siente expuesto siempre y en cualquier parte (King metió mano con ganas en la caja de herramientas del psicoanálisis, tanto que, llegado un punto, se fue al carajo y en algunos pasajes convirtió al texto en un manual freudiano para principiantes).

Tim Curry como el payaso Pennywise en la serie original de ABC de 1990.

Cuatro años después, una miniserie del ABC dirigida por Tommy Lee Wallace popularizó la historia del payaso comeniños, con una versión que licuó sus aspectos más violentos y sexuales —la televisón de esos tiempos exigía la autocensura— en una papilla que, con el tiempo, resulta algo insulsa, solo salvada por la gran interpretación que Tim Curry hizo de Pennywise.

Veintisiete años después, It (2017) vuelve, esta vez en forma de un largometraje que llega precedido de la aprobación expresa de su creador (no es habitual que esto suceda; Stephen King ha sido muy crítico de muchas de las adpataciones audiovisuales de sus obras, lo cual no es extraño, teniendo en cuenta que debe ser difícil mantener un nivel elevado cuando uno escribe cien mil novelas y relatos y además hay cien mil productores y guionistas deseosos de adaptarlos) y que acompaña una tendencia marcada de la actual cultura de masas: fetichizar la década en la cual los miembros de la generación que hoy está tomando las riendas de la narrativa audiovisual fueron niños o adolescentes, o sea, los años ochenta. La nueva versión (dirigida por Andy Muschietti y escrita por Chase Palmer, Cary Fukunaga y Gary Dauberman) traslada la acción hacia esa época, originalmente ubicada en los años cincuenta. Esta es una decisión obvia teniendo en cuenta que el público objetivo de la película son aquellos que fueron niños o jóvenes cuándo se estrenó la miniserie de Wallace; si bien en términos de espectáculo (o sea, en términos de producir cagazo) no afecta al producto final en lo más mínimo, sí elimina cierta función alegórica que cumplía la novela, en cuanto revisar críticamente el pasado norteamericano. Cuando King escribió el libro, los años cincuenta eran el último reducto de la utopía conservadora estadounidense; eran los años de la posguerra, del baby boom (como se llamó al fuerte incremento en la tasa de natalidad que la sociedad estadounidense vivió por aquellos años), del pleno empleo y de la consolidación del modelo de familia nuclear de clase media como horizonte de expectativas dominante; luego vendrían Vietnam, los hippies, las drogas y los putos (o sea, para el hipotético gringo conservador del que estoy hablando, la época en que se perdieron todos los valores) y el país derivaría en esa época amoral, egoísta y violenta que, según el imaginario popular, fueron los años ochenta. Lo que hizo King con su novela fue, en cierta forma, invertir la carga de la prueba: no era la corrupción moral del liberalismo sesentista estadounidense el culpable de que todo se hubiera podrido, sino la violencia sorda latente en la hipócrita y brutalmente autoreprimida sociedad estadounidense de los años cincuenta. En la novela, la familia nuclear de papi, mami y sus dos o tres hijos era el escenario en que un niño de cinco años podía perfectamente matar a su hermanito (un bebe recién nacido) ahogándolo con una almohada sin razón aparente o en el que un padre golpeaba regularmente a su hija como forma de sublimar su deseo apenas reprimido de violarla; los niños que salían de sus hogares en busca de aire (el espacio público siempre era un lugar más amable que la propia casa) podían tener la mala suerte de cruzarse en la calle con dos o tres adolescentes abusadores y terminar heridos gravemente por las palizas recibidas o los cortes de arma blanca. King acompañaba esto, de todas formas, de una mirada melancólica hacia ese momento de la vida en que el niño se está convirtiendo en adolescente, construido como un período que, si bien podía ser aterrador, también podía ser una vía de transgresión hacia un mundo de infinitas posibilidades.

Lo primero que hay que decir de la película es que cumple con las expectativas (que eran muchas), lo que no es poco. Esto no quiere decir que aporte novedades sustanciales dentro de su género pero sí que es efectiva en cuanto a su revisión amable del cine de amiguitos de los ochenta. O sea, todos sabemos que ese grupo de preadolescentes va a sobrevivir a cada una de las amenazas que el payaso les presente y sin embargo, por momentos, aterra. El mérito de esto no solo la gran interpretación que Bill Skarsgård hace de Pennywise (menos charlatán que el de Tim Curry y más jugado al miedo que puede generarse simplemente con una mirada) sino el uso creativo, sutil e inteligente de los efectos especiales, puestos siempre al servicio de acentuar el terror generado por el payaso y con la mira puesta en evitar desbundarse.

Esta es casi la única virtud de la película, pero al ser una virtud ubicada en su centro neurálgico, la salva. Es como si el director se hubiera enfrentado a uno de esos exámenes en  que las preguntas puntuan de manera diferente según su grado de relevancia y solo hubiera respondido correctamente unas pocas pero, entre ellas, la más importante.

El casting de actores tiene enormes problemas. Las actuaciones de los niños son desparejas y eso provoca que algunos se despeguen del grupo mientras que otros se apaguen. Finn Wolfhard (el mismo de Stranger Things, o sea, una apuesta fácil) responde muy bien en su rol Richie Tozier, cargándose en los hombros la mayoría de los momentos humorísticos de la película; Jeremy Ray Taylor solo tiene que pararse frente a cámaras y mirarlo todo con una expresión de moderada tristeza para cumplir con el papel de Ben Hasom, mientras que a Sophia Lillis el rol de Beverly Marsh —una preadolescente parada en la frontera que divide la ternura de una niña y la sexualidad de una mujer— le calza como anillo al dedo. Pero el resto de los niños se queda muy atrás, especialmente Jaeden Lieberher, que debe interpretar a Bill (al Gran Bill, como se aburre de recordarnos King en la novela), el lider del grupo y su miembro a priori más motivado para asesinar al payaso —pues busca vengar la muerte de su hermano— cosa que nunca llegamos a creerle.

Algo similar sucede con la construcción de los personajes. Darle cierto espesor a siete protagonistas en una película de dos horas no ha de ser nada fácil (King se gastó mil quinientas páginas y ni siquiera le alcanzó para evitar la sensación de que, por lo menos, uno o dos personajes están sobrando); en ese sentido, no habría sido extraño que se suprimieran algunos y que el grupo se redujera a un número más manejable. Sin embargo, la película toma la decisión de mantenerlos a todos y de no profundizar casi en ninguno. Esto es especialmente lamentable en cuenta al personaje de Mike, que en la novela se encargaba en buena parte de la voz narrativa (especialmente de las ramificaciones, que funcionaban como relatos independientes; contaban experiencias horrorosas del pasado de Derry y son, junto a las historias de algunos personajes secundarios, los mejores momentos de la novela) y que acá no cumple ninguna función esencial. Beverly Marsh es, de lejos, el personaje mejor trabajado. Un par de escenas alcanzan para pintar el momento de una adolescente que está comenzando a descubrir su sexualidad, que es muy consciente de su belleza y del efecto que provoca en los demás y que usa esos atributos para conseguir cosas que no podría lograr de otra manera (sin que la película, aunque sí varios personajes, la juzguen por ello), pese a que todavía no parece saber del todo que esas virtudes son las mismas que la ponen en el radar de varios hombres incapaces de controlar sus impulsos sexuales; la escena en que seduce a un farmacéutico cincuentón para llevarse sin pagar unos tampones es sutilmente perturbadora y esa sensación se acentúa, minutos después, cuando vemos el primer encuentro con su padre: ambos están solos en un pasillo oscuro; él se acerca, le habla y hace algo que da cuenta de la situación de abuso de una manera mil veces más contundente que cualquier representación explícita de la violencia.

El guión tiene varios problemas y muchos están relacionados con esa decisión de mantener a los siete protagonistas. Mientras que los momentos fundacionales de la amistad, en la novela, eran cincelados cuidadosamente (y eso era importante porque, de esa amistad, dependería en última instancia la posibilidad de derrotar al payaso) la película se ve forzada a introducirlos de forma apurada y tosca. Lo mismo sucede con el más que cuestionable recurso de mostrar todas y cada una de las primeras experiencias (casi calcadas entre sí, no por lo que sucede sino por cómo se presenta eso que sucede) de los niños al ver al payaso; una o dos habrían bastado, a la cuarta uno dice “ya está, sé que el niño se va a asustar bastante pero no le va a pasar nada” y a la séptima se siente más bien la tentación de abandonar la sala. Este momento de hastío ocurre en la primera mitad de la película y la pone en riesgo seriamente; si uno la atraviesa, lo que viene después es mejor.

Los tonos cálidos y brillantes del lago, los bosques y las calles contrastan con la oscuridad gris de los espacios interiores y representantan esa idea de las vacaciones de verano con espacio de experimentación y libertad y del hogar como lugar opresivo.

La famosa escena de Georgie correteando el barco de papel que navega por la lluvia acumulada contra el cordón de la vereda es otra de las preguntas filtro del examen que el director aprueba con creces. La violencia de esa primera aparición del payaso marca la cancha y nos dice que no vamos a ver algo tan lavadito como la minisierie que recordamos, sino un producto que se va animar a correr algunos riesgos. La escena final, por el contrario (cursi, tonta, forzada y moralmente tan conservadora como aquella sociedad que King despreciaba) hace que la película retroceda varios casilleros.


Título original: It / Año: 2017 / Duración: 135 min. / País: Estados Unidos / Director: Andrés Muschietti / Guión: Chase Palmer, Cary Joji Fukunaga, Gary Dauberman (sobre novela de Stephen King) / Música: Benjamin Wallfisch / Fotografía: Chung Chung-hoon / Elenco: Bill Skarsgård, Jaeden Lieberher, Sophia Lillis, Finn Wolfhard, Wyatt Oleff, Jeremy Ray Taylor, Jack Dylan Grazer, Chosen Jacobs / Empresas Productoras: New Line Cinema / KatzSmith Productions / Lin Pictures / Vertigo Entertainment / RatPac-Dune Entertainment

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