Se terminan las vacaciones de julio. Pensando en eso nos sentamos a escribir sobre nuestras películas para niños favoritas. Aquellas que vimos y que nos quedaron resonando con el tiempo. Por supuesto se colaron un par de series, que es dónde parece estar pasando las cosas en estos momentos. Evitamos de Disney (aunque pensamos bastante en Lilo & Stitch), a Hayao Miyazaki (aunque se nombró El viaje de Chihiro, El Castillo de Cagliostro y Kiki’s Delivery Service) y Pixar (aunque a todos nos gusta mucho Los Increíbles) porque nos parecía que ya todo el mundo más o menos los conocía y los tiene en alta estima (las animadas de Dreamworks ni siquiera se consideraron). Por supuesto hay un montón de cosas que quedaron afuera, así que en cualquier momento nos ponemos a hablar de El Gigante de Hierro, de 31 Minutos, de Lemony Snicket y de Anina. Nuestra intención era darles una series de sugerencias de cómo pasar el último fin de semana de vacaciones: frente a la tele (o la computadora), y cómo si fuese una merienda eterna.
Matilda (Danny de Vito, 1996)
Las películas para niños suelen utilizar al “adulto” como su principal antagonista. La idea de los pequeños enanos subvirtiendo la autoridad de los grandes sirve como una especie de motor narrativo. En su mayor parte, de cualquier manera, no se tratan de películas subversivas, sino más bien lo contrarío, y este gesto anti autoritario es meramente un gesto. Buena parte de esa chatura es la falta de inteligencia a la hora de crear a sus villanos. Matilda es diferente en ese sentido en el que el adulto (en este caso padres y una directora de escuela monstruosa) no son villanos por el mero hecho de ser mayores que la protagonista. Son malos porque son vulgares, porque desprecian toda sensibilidad, porque privilegian programas de televisión estupidizantes y entumecer sus cuerpos antes que otras actividades más relacionadas a lo intelectual. Pero más allá del mensaje de “los libros son buenos”, claramente dirigida a una demográfica que rara vez es representada, y menos aún de forma positiva, en obras dirigidas a los más chicos, Matilda también es revolucionaria en la misma conclusión de su película. Los padres de la protagonista no aprenden nada al final de la película, siguen siendo ridículos, chillones y brutos. La única buena decisión que tienen es separarse de su hija y dejarla que se eduque con quienes ella quiere que la eduquen. En vez de la conciliación final, de la búsqueda de amparo en la familia nuclear, Danny de Vito (el director, que imprime una estética agresiva y negra) y Roald Dahl (el autor del libro y el hombre detrás de otras fábulas oscuras del cine y la literatura cómo Las Brujas y Charlie y la fábrica de chocolate), creen, y en última instancia le hacen creer a sus espectadores, que hay familias horribles y personas nefastas que no van a cambiar nunca, y gente más inteligente y con ganas de aprender cosas y que se merece algo mejor que lo que la genética le tiró de forma aleatoria. Y que sí, que uno debería elegir hasta a sus padres. Flavio Lira
Hey Arnold! (Craig Bartlett, Steve Viksten, Joe Ansolabehere, 1994-2004)
Yo no sé si personajes como el de Arnold volverán a repetirse en la televisión animada para niños. Arnold no tenía padres. Vivía con su abuela quien tenía una clara demencia senil y con su abuelo, en una pensión de un barrio de clase-media-baja en algún lugar inventado de Estados Unidos. En la pensión convivían él y sus abuelos con un obrero de la construcción (Ernie), un vietnamita (Sr. Hyunh) y una pareja de dementes en crisis (Oskar y Suzie) que se vivían peleando por culpa de Oskar que no movía un dedo por la vida. Arnold por tanto era el único niño de la pensión y se pasaba todo el día en la calle, jugando al beisbol con sus amigos apenas salía de la escuela. El escenario principal de Arnold eran entonces las calles del barrio, donde desfilaban todo el resto de los personajes que conformaban el mundo inmenso de la serie. Allí estaba el amigo judío (Harold), el niño del campo (Stinky), el niño ermitaño (Chico del Pórtico), la hija del pequeño-empresario (Helga), y así hasta el infinito. De todos ellos Arnold era el niño maduro, callado pero activo, que por lo general estaba un paso adelante en términos de lucidez respecto al resto de sus amigos. Sin dudas, la independencia involuntaria de Arnold respecto a sus padres y la calidad para nada sobreprotectora de sus abuelos, no eran gratuitas. La serie nunca establecía límites rígidos entre el bien y el mal. No había matones tarados sino que había amigos que se ponían tarados y se desubicaban, e incluso Arnold dos por tres se zafaba. El mediador entre lo “correcto” y lo que no, era únicamente el juicio del propio personaje. Así entrábamos con facilidad, curiosidad y sin prejuicios, al mundo del criador de palomas o al del loco que vivía en las alcantarillas. La trama de la serie era mínima, y toda la fantasía habitual en las series para niños aquí estaba casi totalmente desplazada, algo que se repetía en varias series de esa época en Nickelodeon (Doug, Ginger, un poco después) pero de las cuales Hey, Arnold! es la más memorable. Quizá porque se trataba de un personaje que osaba de un nivel de complejidad tan grande en comparación con el resto de esas series, que pocos podrán olvidarlo. Mientras en Cartoon Network te pasaban Pinky y cerebro o Vaca y Pollito, Arnold estaba intentando lograr que Ernie (que medía no más de un metro veinte) conquistara a una mujer altísima que no le daba bola, o ayudando a Oskar para que consiga su primer trabajo a los cuarenta años. Todo eso, como si fuera poca cosa, estaba presentado con una música jazzera y bastante melancólica, intensificado por una paleta de colores opaca, lejos del brillo chillón normal que existe en las animaciones para niños, y los capítulos muy pocas veces terminaban bien para sus protagonistas, que casi nunca era Arnold propiamente. Para la generación que vio televisión por cable en los ’00, actuales veinteañeros, es entendible que no sea algo fácil de olvidar. Arnold era un raro en su época. Una rareza encantadora. Hoy si lo siguieran pasando (ya no está ni en Nick at Night, según la página de Nickelodeon) sería un ovni entre un montón de sitcoms extrañas pobladas de adolescentes coloridos. Agustín Fernández
Monster House (Gil Kenan, 2006)
¿Cómo fue que Monster House logró pasar tan desapercibida? ¿Cómo es que la única respuesta válida de los 00s a la fantasía turbia de los 80s es tan ignorada y se está llenando de polvo y rayones en videoclubes agonizantes? Cómo en Los Goonies, cómo en Los Exploradores y The Monster Squad los niños acá son los protagonistas de una aventura sombría. Es decir, se tratan de películas para niños que no tienen miedo a dar miedo, a volverse oscuras, y sobre todo a creer que su público no es idiota aunque no haya terminado la escuela. Monster House hereda además otra buena característica de esas ochentadas dónde los protagonistas (que son de la misma edad que su público objetivo) están en lo correcto a pesar de lo desquiciado de las cosas que les pasan, mientras los adultos piensan que a los niños hay que llevarlos presos o meterlos en un psiquiátrico y en última instancia terminan pagando las consecuencias por no haber tomado las advertencias de los pequeños en su momento. Es, en sí, una forma de enseñar (y uno de las cosas que más intentan las películas dirigidas hacía esta demográfica es justamente dar una lección) que hay que valerse por uno mismo y desconfiar de las autoridades. Otra de las grandes virtudes de Monster House es que en última instancia, como en las buenas historias de fantasmas, tiene un corazón firmemente instalado en la nostalgia y la tristeza. Es decir, no juega al chiste autoconsciente o a la canchereada para atraer a su público (o sea, no es una garcha de Dreamworks). Por todas esas cosas Monster House (y porque el guión es de Dan Harmon, el creador de Community), debería ser revalorizada, volverse una especie de clásico de culto para infantes. Y una puerta para cosas más viejas y espesas. Cómo por ejemplo para empezar a escuchar Siouxsie and the Banshees. Flavio Lira