Es difícil reseñar películas desde un lugar auténtico. Cualquiera que reciba noticias sobre cine en las redes sociales se expone a numerosos titulares que hablan de estrenos mucho antes de que estos lleguen a las salas. Dicho caudal de juicios y apreciaciones es, a veces, una fuente genuina de crítica e información. Se sabe, por otro lado, que los estudios de Hollywood tienen varias fuentes de influencia “en el bolsillo”, lo que hace que uno valore mucho más a aquellos críticos que no tienen miedo de decir lo que piensan. De todas formas, el cinéfilo que va a ver una película popular entra a la sala de cine con un sinfín de comentarios haciéndole eco en la nuca. Para complicar las cosas, tenemos el fenómeno de los ratings en IMDB (que hoy por hoy coloca Sueños de libertad sobre El padrino) y la nueva gran fuente de angustia para las productoras: los porcentajes de Rotten Tomatos.
Escribo esta introducción porque hay pocos directores que agiten tanto las mareas de la crítica de cine como Christopher Nolan. El primer gran oleaje de publicaciones no escatimaba en elogios: el calificativo “obra maestra” apareció en varios titulares, incluso, para mi placer, en críticos que admiro. Después llegaron olas más tenues y poco a poco el mar fue bajando la marea hasta que dejó ver a los diversos disidentes que habitaban bajo la superficie de las primicias. La última película del director, Dunkerque (2017), no se salvó de las corrientes bravas. Sus defensores suelen ser tan pasionales como sus detractores. Por un lado, su obra en general es celebrada por la fidelidad del director al formato tradicional, la calidad y el impacto de sus imágenes, la sensación de lo épico que transmiten, su preferencia por estructuras no lineales o argumentos-puzzle, entre otras cosas. En el otro bando, casualmente, se hacerse mención a lo mismo para tildarlo de rebuscado, artificial, de colocar estilo por encima de sustancia. Se le critica también una falta de desarrollo emocional auténtico en sus personajes, guiones llenos de inconsistencias y un exceso de solemnidad. A pesar de tener once películas arriba, muchas de ellas sumamente exitosas, no faltan quienes lo catalogan hasta de inepto.
Yo, por mi parte, no puedo hablar desde ninguno de los dos extremos. De sus películas rescato diversas cosas, incluso de las que me parecen un total fiasco (Batman: el caballero de la noche asciende) o las que me aportaron escenas y momentos memorables a pesar de estar saboteadas por malas decisiones a nivel de guión (Interestellar, Batman: el caballero de la noche). Tiendo a pensar que ante una respuesta tan polarizada, la verdad (si tal cosa puede llamársele de esta manera) está en el medio, o en la periferia, o en la hibridación de los polos. Dunkerque, que recrea la Operación Dínamo, donde se buscó rescatar 400.000 soldados aliados estancados en una costa francesa a 76 kilómetros de Inglaterra, significa, el algunos aspectos, un cambio estilístico para Nolan. Hubo quienes dijeron que era la película ideal para los que no suelen disfrutar de las obras del director, pero en pocos casos fue así.
Comparto la opinión de que los personajes del filme no tienen una individualidad que sirva de brújula emocional para el espectador. En este sentido, Dunkerque es el opuesto radical de Los mejores años de nuestra vida (William Wyler, 1946), una de las obras maestras que mejor trata el tema de la guerra sin llevarnos al campo de batalla, donde los personajes, de formas sutiles y articuladas, aluden a una multiplicidad de estados emocionales y realidades interiores. Sin embargo, Dunkerque no me pareció estéril. La humanidad de sus personajes está en su anonimato: no precisamos saber mucho de ellos para ver que está en juego. Son hombres en busca de superviviencia a toda costa, un estado de alarma que les hace comportarse incluso de forma egoísta. Confieso que al principio me costó empatizar con ellos, pero después de la media hora me fue fácil ponerme en su lugar. El centro emocional de la película es el personaje interpretado por Mark Rylance, un civil que usa su pequeño barco para cruzar el canal de la Mancha y ayudar a rescatar soldados. Su actuación es reservada pero alude a una carga importante que lleva en los hombros: perdió a uno de sus hijos en la guerra y cabe la posibilidad de que él mismo sea veterano de la Primera Guerra Mundial. Es quien conecta las tres historias separadas que componen la película, es quien sabe que salvar aunque sea una vida ya es un mérito en sí mismo.
La película sigue a los mismos personajes a lo largo de la arriesgada odisea, que Nolan, con acierto, presenta como una pesadilla un tanto surreal: en la primera escena, un grupo de soldados británicos camina por la calle vacía de un pueblo. Llueven papeles que los nazis han repartido, unos que buscan intimidar a los aliados mediante un dibujo que muestra su arrinconamiento. El silencio es irrumpido por disparos inesperados, secos. Los sonidos de la guerra llegan de golpe. Mueren todos los soldados menos uno, quien logra llegar a la barricada francesa. No queda claro quién los mató, si los alemanes, que nunca vemos, o los franceses de la barricada. La situación es confusa y de alto nerviosismo. Acto siguiente, este soldado llega a una playa interminable con miles de hombres formando varias filas. Nadie habla demasiado, pero hay una desesperación de fondo y pronto sabemos por qué: la costa recibe constantes bombardeos y son pocos los barcos que llegan al rescate. Los soldados se preguntan: “¿Dónde está la fuerza aérea?” ¿Por qué no vienen más barcos?” El anónimo soldado que encarna Fionn Whitehead padece un estancamiento que recuerda a los sueños frustrantes; no importa lo que haga, el mar siempre lo devuelve a la playa.
En último término, el encare de Nolan, aunque al principio alienante, funciona. La estructura de la película, que intercala momentos de tres líneas temporales diferentes (lo que sucede en tierra durante una semana, en el mar durante un día y en el aire por una hora), aporta un punto de vista interesante sobre el acontecimiento, uno que, en detrimento de una conexión fuerte e identificactoria con las experiencias de un soldado en particular, pone en evidencia la importancia de la coordinación de individuos que no tienen relación entre sí, sin perder de vista el aporte y sufrimiento individuales. Quienes dicen que la película sacrifica desarrollo de personaje por inmersividad tienen razón, pero eso no es razón suficiente para decir que es mediocre. El cine siempre fue un arte inmersivo; ¿qué es el proyector sino un portal a otro mundo? El “estar ahí” se logra de diferentes maneras en todas las películas competentes que dibujan con certeza un lugar y la gente que lo habita. Intolerancia (1916) de D. W. Griffith, que Nolan estudió antes de hacer Dunkerque para ver cómo los cineastas de la era muda manejaban multitudes, es un innovador precendente cinematográfico que buscó unir lo íntimo con lo épico (cuatro historias de amor de diferentes épocas en simultáneo). Nolan prescinde del drama personal pero hasta cierto punto: hay momentos emotivos, manejados con discreción.
Si la guerra deshumaniza y tal monumental hazaña solo se logra de a muchos, ¿por qué no está bien lo que optó por hacer el director? La inmersión es una herramienta que han usado las grandes películas bélicas que mejor muestran el horror y lo absurdo de la guerra: La cruz de hierro (Sam Peckinpah, 1977), que Orson Welles nombró como la mejor película anti-guerra de la historia, es un logro impresionante de filmación y montaje que recrea la experiencia de estar en el frente como pocas otras. Lo mismo sucede con Sin novedad en el frente (Lewis Milestone, 1930), Senderos de gloria (Stanley Kubrick, 1957) y Ven y mira (Elem Klimov, 1985), por elegir tres ejemplos con casi 30 años de diferencia. Dos películas de Sergei Bondarchuk, El destino de un hombre (1959) y Ellos luchaban por la patria (1975) son devastadoras en su retrato de las consecuencias humanas de la guerra y a la vez tienen secuencias de acción más deslumbrantes que las de Salvando al soldado Ryan (Steven Spielberg, 1998). La inigualable Cruces de madera (Raymond Bernard, 1932) recrea la vertiginosa experiencia de estar en las trincheras de la Primera Guerra Mundial con un realismo difícil de explicar para la época. El punto al que quiero llegar es el siguiente: la guerra en el cine siempre es espectáculo, sin importar el énfasis que se haga en la inmoralidad o el horror de la misma. La masacre de Fuerte Apache (John Ford, 1948) es tanto la recreación de un horroroso sinsentido como un despliegue visualmente gratificante de coreografía y puesta en escena. No se puede acusar a Dunkerque de poner el espectáculo por sobre la dimensión humana más que a otras películas donde no se hace ese reparo. Nolan muestra poca sangre y mantiene las cosas en mínima escala. Las batallas aéreas, por ejemplo, son entre unos pocos aviones (hecho de que tiene su razón de ser, porque los Stukas alemanes que llegaban a la playa eran los que lograban pasar la defensa de Real Fuerza Aérea Británica, situada en otro lado).
James Jones, escritor de la novela La delgada línea roja (1962) en la que se basó la película de Terrence Malick, publicó en 1963 un artículo titulado Phony War Films (Películas bélicas falsas/poco convincentes). Jones, él mismo un veterano, escribe sobre ciertas cintas de Hollywood y dice que su mayor falla era cerrar los ojos a la deshumanización de la guerra y cómo el entrenamiento transforma a jóvenes en máquinas de matar. No sé si a Jones le hubiera gustado Dunkerque, pero sin duda hubiera defendido la forma en que la película no condena ni idealiza las diversas conductas de soldados llevados al límite. La falta de violencia gráfica, a la que hoy en día estamos más que acostumbrados, es otra de las cosas que generan disonancia al principio pero terminan por aportar a la deshumanización. Teniendo en cuenta que es practicamente imposible hacerle justicia a lo que es la intensidad de estar en un conflicto armado y que las películas de guerra bien hacen en mostrar el costo físico y psicológico humano, Dunkerque logra un decente equilibrio entre la historia bélica como entretenimiento y advertencia. La pregunta siempre queda pendiente: ¿existe el heroísmo en la guerra y hasta qué medida es algo digno de destacar? Uno de los dilemas éticos que presenta el momento histórico en cuestión es que el nazismo tenía que ser enfrentado y detenido a toda costa, pero el soldado común, brutalizado en el entrenamiento, no dejaba de ser carne de cañón lanzada a países ajenos para pelear en nombre de políticos y generales. La sangre está en ambos bandos. En Dunkerque es posible preguntarse qué hubiera hecho uno mismo en la situación retratada, como civil o soldado.
Se puede asumir que la decisión de hacer un filme bélico apto para mayores de 13 años fue de origen comercial, a la hora de conseguir financiación y en el momento de dirigir la publicidad a un público joven, como suelen hacer todas las megaproducciones. Para mí, mostrar el infierno de la guerra y la tensión a contrarreloj de lo que pasó en Dunkerque sin recurrir a los recursos más usuales y sangrientos es un mérito en sí mismo. Hay muy pocos efectos especiales digitales y las batallas aéreas se parecen bastante a las filmaciones de archivo históricas. A los historiadores que criticaron la película de ser poco fiel a lo que realmente pasó o de obviar la participación francesa (algo que no me parece del todo cierto; en el filme queda claro que son los franceses los que están protegiendo la playa desde la tierra), se sumaron los que defendieron su precisión detallística, incluso veteranos que asistieron a la premiere.
Sea lo que fuere, Dunkerque revisita la historia de una manera un tanto única y accesible para el público general, y lo hace a la vez que mantiene vivas algunas viejas tradiciones, sobre todo en cuanto a lo visual. No sé si es su mejor película, pero es la más corta, la más bajada a tierra y en la que mejor se luce el poder inigualable del acetato de celulosa, ni que hablar en tamaño 65mm. El mar es de un azúl sólido y profundo; los naranjas del atardecer, la penumbra de un muelle después de la caída del sol, los soldados flotando en un mar a oscuras, a la mitad de la noche entrando a un tren; varias tomas ofrecen una riqueza en cuanto a la textura que es inagotable. La imagen es gigante, épica, pero íntima a los ojos. El director de fotografía Hoyte Van Hoytema merece la alabanza. En cuanto al sonido, su impresionante diseño es de las cosas que más han sido elogiadas. Es fácil perderse la banda sonora con todo lo que ocurre a nivel aural, pero la tríada Hans Zimmer, Benjamin Wallfisch y Lorne Balfe crearon un tapiz sonoro más que apto para este thriller. Hasta tuvieron la delicadeza de hacer una referencia musical a las Variaciones Enigma de Edward Elgar, uno de los más grandes compositores ingleses.
Si el marinero es el eje emocional de la película, el final es lo que otorga contexto e importancia histórica a las acciones en la playa. Sobriamente conmovedor y más universal que patriótico, transforma el anonimato en consecuencia y resultado, lo mismo que podemos sentir al ver fotos del conflicto real: no podemos saber quienes son estos soldados, no tenemos forma de sentir lo que están sintiendo, pero podemos hacer el esfuerzo mental y sabemos que su sacrificio tuvo un papel central en la historia. Esta perspectiva tiene una especial importancia en una época como la nuestra, en la que hay, de forma constante, un diálogo entre el cinismo de quienes no ven mucho sentido en dedicarle tiempo al bien ajeno y las experiencias de voluntarios que viajan gran parte del mundo a ayudar en zonas de conflicto lejanas a su realidad cotidiana. Dunkerque puede servir como recordatorio de la situación de los refugiados en Siria, los que, de forma similar a los soldados estancados en la playa, deben cruzar el mar en barcos sobrepoblados para escapar de la miseria.
La mejor forma de decidir si Dunkerque es buena o mala, es ir a verla, sobre todo ante un panorama tan dividido. En el cine, como siempre, con el tamaño de pantalla y sistema de sonido que permiten a la película dar lo mejor de sí. Nolan no es irresponsable o perverso. Con 100 millones de dólares hizo un filme que no pertenence a una franquicia de superhéroes, con un actor desconocido en el papel protagónico, con pocos efectos especiales o momentos sensacionalistas; una película que mantiene vivo al viejo y elocuente arte de quienes hacen el mayor trabajo posible in situ, en la cámara, y no en postproducción (algo que no es poca cosa con un estudio que quiere evitar directores con ambiciones de tener el corte final). Nolan no será el genio que defienden sus más acérrimos admiradores, pero tampoco es alguien que se deja llevar por las corrientes de la industria, y Dunkerque, en todo caso, no busca generar controversia. Su mayor pecado es quizás no ser lo suficientemente abarcativa como para ubicarnos mejor en 1940 o mostrar una situación más diversa y compleja, pero eso tal vez le hubiese quitado inmediatez. Además, la precisión histórica es algo que ha sido bien cubierto por otras, como la mejor versión cinematográfica de dicho evento histórico, Dunkerque, de 1958, dirigida por Leslie Norman (también poco amada por los franceses). Se ha hecho también mención al notable plano secuencia de Expiación, deseo y pecado (Joe Wright, 2007), ejemplo si los habrá de cuando una parte es mejor que la totalidad de donde proviene. Nolan no llega a esas alturas poéticas, pero tampoco se lo propone.
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Título original: Dunkirk / Año: 2017 / Duración: 107 min. / País: Estados Unidos / Director y Guión: Christopher Nolan / Música: Hans Zimmer / Fotografía: Hoyte Van Hoytema / Reparto: Fionn Whitehead, Mark Rylance, Kenneth Branagh, Tom Hardy, Cillian Murphy, Barry Keoghan, Harry Styles, Jack Lowden, Aneurin Barnard, James D’Arcy, Tom Glynn-Carney, Bradley Hall, Damien Bonnard, Jochum ten Haaf, Michel Biel / Presupuesto: US$ 100 millones