Pablo Stoll Ward es el director más reconocido del cine uruguayo, ganador de multitud de premios y por sobre todo, uno de los responsables de la idea en la inconsciencia colectiva de nuestro país de cómo se ve y oye una película uruguaya. Su filmografía arranca a principios de siglo, colaborando con Juan Pablo Rebella en la epopeya capitalina 25 Watts (2001) y en la helada comedia Whisky (2004). Sigue dirigiendo por su cuenta en la quimera musical-mudo-documental familiar Hiroshima (2009) y el drama familiar 3 (2012). Sobre todo con Whisky, dejó patentado un estilo, denominado por algunos críticos uruguayos como el estilo Control Z: un slow cinema que mediante historias casuales y planos largos lograba capturar la idiosincrasia tranquila, irónica y a veces deprimente de la Suiza de América. (Control Z es la productora de cine que creó Stoll junto a Rebella y Fernando Epstein para la distribución de 25 Watts en 2001)
Claro, encasillar al cine de Pablo Stoll Ward en esta definición es una visión tan limitante como el panadero que cree que todo el cine uruguayo es así porque una vuelta vió Whisky a las tres de la mañana en el cable y se durmió antes de que llegaran a Piriápolis. De todas maneras, desde que vimos a aquella familia descansando feliz mientras caían bombas en su televisión, en aquel final tan apocalíptico como idílico de 3, han pasado 13 años y la manera de hacer cine en este país (y en el mundo) cambió, y el trabajo de Stoll Ward también.
En la obra de Pablo Stoll Ward la música siempre ha sido fundamental, desde el tango que suena en el plano largo de Jacobo manejando al inicio de Whisky, hasta los temas de rock melancólico de 3 y la totalidad del “musical mudo” presente en Hiroshima. Pero nunca había sido tan manijera como la electrónica más pop del inicio del Tema del Verano, mientras salen los créditos de inicio ya nos situamos en el mood de la película: una comedia zombie pop.
Y cuando digo pop, me refiero a pop en todos los sentidos: pop como sería el género musical en un tema del verano, pop como la cultura popular que referencia en sus créditos -que simulan grano y rasgaduras de una copia de 35 mm que vería un gringo fanático de la explotación en un cine Grindhouse-, pop como las “palomitas de maiz” que debería comer uno mirando esta película, o pop como los colores de los que se tiñe la pantalla cuando se nombra por primera vez a un personaje, como si fueran aquel retrato de Warhol a Prince.
Y claro, esta intencionalidad pop no solo se ve reflejada en la música de la intro, sino también en la vestimenta de los personajes, cargada de colores vivos, en la manera que tienen de introducirlos: a Romina di Bartolomeo se la introduce saliendo de una ostentosa piscina como si fuera una chica Bond (que podría serlo y con los ojos cerrados), e incluso en la manera de matarlos ya siendo zombies, la kill a doble bombilla de mate ya trascendió a ser una de las cosas más uruguayas jamás vistas en una sala de cine.
Es una película con comedia, acción, violencia, vómito y personajes icónicos. Esto puede extrañar considerando que la anterior película de este director fue un drama familiar, capitalino y con los pies sobre la tierra. Era cool a su manera, pero no cool de esta manera colorida. Stoll Ward dijo en entrevistas previas al estreno de esta película, que trataba de hacer honor a un cine que le gustaba mirar, que no quería decir que no le gusta ver cosas como 3 o Hiroshima, pero que su brújula creativa en esta ocasión apuntaba más al cine de Romero o más bien, y es una libertad mía mencionarlo, Wright.
Así es como se siente la película, pero a todo esto, ¿De qué va más o menos El tema del verano? Tres ladronas argentinas, Ana (Azul Fernández), Malú (Malena Villa) y Martina (Débora Nishimoto) llegan a una mansión perdida en Maldonado con la intención de drogar y dormir a su dueño, Ramiro (Gonzalo de Galiana), un millonario que controla una residencia de artistas. El problema viene cuando Ramiro no aparece y deben quitarse de arriba a tres artistas que vivían allí sospechosamente solos. Tras idas y vueltas, en el proceso del robo, terminan matando de sobredosis a dos y al revisar al sótano, descubren a Ramiro muerto con docenas de puñaladas en la espalda… pero no está muerto. Nadie lo está, porque los muertos han olvidado como morir y ahora deambulan hambrientos de carne humana por la playa.
Ese es mi mejor intento de resumir la trama de El Tema del Verano, pero en realidad esta es un poco más entreverada. A diferencia de los anteriores trabajos de Stoll Ward, no es una película en la cual haya protagonistas claros. Cuando en Hiroshima seguíamos un día en la vida de Juan, o en 3, 25 Watts y Whisky seguíamos a un grupo de protagonistas, en el guión que escribieron Adrián Binez y el mismo Stoll para El Tema del Verano, no existe esta distinción tan clara. Es cierto, a priori podemos considerar que Ana, Malú y Martina, son a quienes seguimos, sin embargo, mientras avanza la historia van apareciendo y muriendo personajes, esto no se vuelve cada vez menos claro.
Con esa misma lógica deambulante está estructurada la película. Comienza siendo una película de robos o estafa, cómo puede ser Ocean’s 13 de Steven Soderbergh, película con la que comparte los montajes a pantalla dividida (sacados del cine setentero), la estética ultra cool y algunos elementos de la música original. Pero a la mitad se transforma en una historia de zombies que se bifurca a su vez en el apartado de mensaje social que los zombies siempre han tenido, esa analogía sobre el consumismo que plantó Romero en la génesis del género, y en una historia de “romance” tóxico que se encuentra al cierre, que puede ser una analogía a como el amor lleva a devorar a dos individuos entre ellos, a los extremos que podemos llegar para no estar solos, como los protagonistas, incluso terminando por convertirnos en zombies para evitarnos, o simplemente el final para una película que parece que no puede dejar de mutar y seguir convirtiéndose en algo, hasta que termina.
Esta manera tan “vamo pa adelante” que tiene la historia de ser se puede explicar en los trece años de evolución que tuvo el proyecto. Tuve la chance de preguntar a Stoll por esto y él explicó que la película surgió de un caso real, en el que unas chicas drogaron y robaron a unos pibes y en las ganas de explorar a esos personajes. Después se le ocurrió la idea de agregar zombies de un verano en José Ignacio, en el que veía a los jóvenes del balneario deambular como muertos en vida tras una noche de mucha joda. Y después vino la pandemia al momento de filmar, que agregó otra capa a la idea de los muertos vivientes.
Viendo la película uno tiene la impresión que hubo un intento consciente por hacer algo distinto, más bombástico. Y hasta el final del segundo acto esto es palpable, pero una vez que los personajes se transforman en zombies, el instinto nato del director por capturar la realidad uruguaya se presenta. Como dije antes, en el género zombie siempre se utilizaron a estos como analogía. En el caso de El tema del verano, se traza una línea directa entre la crisis zombie y la pandemia del Covid-19.
Hombres usando tapabocas en la calle mientras pasean un perro que también usa un tapaboca, controles de vacuna de parte de militares armados y exterminio total de los infectados al canto de “nos cuidamos entre todos”. Esas son las imágenes que exageran el sentimiento de paranoia que se sintió acá, allá por el dos mil veinte, que si bien son un chiste, cargan detrás con un poco de ácida verdad.
Aunque los zombies de esta película más o menos mantienen su conciencia, como analogía, decir que los infectados de una infección respiratoria son lo mismo que zombies comedores de carne humana, es una declaración un poco desproporcionada. Pero la película tampoco pretende decir eso, al fin y al cabo, los zombies no aparecen por la pandemia sino aparecen durante la misma. Es un evento inexplicable y repentino, tal y como fue la pandemia, que sirve como pretexto para analizar otra cosa: el fin del mundo.
Al final, spoiler, aparece Daniel Hendler. El papel que interpreta es un canario del interior vestido como un general del ejército, que habla con las palabras del Che Guevara pero toma mate como si recién viniera de carpir la chacra. Él dice que tal vez en aquel mundo en ruinas, finalmente la sociedad se vea liberada de comida enlatada y con conservantes, de competencia desleal ante el monopolio, bitcoins y demandado crecimiento económico. Puede que estos estos zombies conscientes sean la clave para una nueva fase en la evolución humana. “El hombre nuevo”, que habían definido en la Unión Soviética, un hombre altruista y que vive para su comunidad, sin ser más o ser menos que sus pares. Por eso, dice él, el estado está usando el “rifle sanitario” para eliminar a estos infectados, porque ven en aquellos su fin. Pero esta no es la conclusión a la que llega. Aquellos zombies no se diferenciaban del humano capitalista, al final, todo lo que le interesaba era comer. Y seguir comiendo, sin saciarse. En ese momento, el personaje debió pensar en lo que dijo Slavoj Zizek: “Es más fácil imaginar el fin del mundo, que el fin del capitalismo”.
Para mí es interesante pensar en cómo la pandemia repercutió en la manera de representar este fin del mundo. No es repentino, como en Guerra Mundial Z (2013), no se va todo al carajo de una, sino que una vez que pasa el miedo y se asienta la “nueva normalidad”, poco a poco el aburrimiento va barriendo algún par de derechos y filosofías de vida debajo del tapete. Después, todo tiende a ser más o menos lo mismo que antes. El tema del verano comienza con su final, en el que una familia cargando sillas playeras y de vacaciones es devorada por la versión zombie de los protagonistas. Que haya una familia de vacaciones da a entender que todavía existe un mundo en el que existe un sistema de trabajo en el cual los empleados deben tomar unas semanas de licencia así después pueden seguir produciendo. Los zombies son una cosa a la que estar atento, como puede ser el dengue en Semana de Turismo (capaz que un poquito más letales). Lo que me deja pensando que, aunque haya cadáveres devora carnes escondidos entre las dunas, seguirá habiendo artistas superficiales tapadera para una mina de bitcoin, chetos que serán robados por porteñas y pasos de baile sincronizados, al ritmo del tema del verano.
Así es como termina el mundo.