Una película sobre el silencio de un hombre, sobre la inmensidad penumbrosa que lleva adentro. La historia de un sujeto contada por su contexto, su sustrato, por sus gestos y su mirada, por lo más mundano. La naturaleza, eterna, siempre en movimiento, chillando, muriendo, renovándose, perdiendo a sus hijos y dando muchos otros. La profundidad simbólica de lo de siempre. Una reunión familiar, al principio llena de pesadumbre y rutina. Los niños y los viejos, la vida frágil y a la vez perenne. Un cordero, un sacrificio. La evolución de esa reunión en algo que arroja luz y aire sobre lo no dicho. La familia, el otro, uno mismo, con un lado alterno, secreto y sin fondo. El ser humano como animal que recuerda, hace duelo, busca sentido, amor, a la vez taciturno y niño. Río arriba, río abajo. El sol y la luna. La herida y el tiempo.
Una de las joyas del 20º Festival Internacional de Cine de Punta del Este fue poder ver El limonero real de Gustavo Fontán, basado en la novela homónima de Juan José Saer. Una buena adaptación de Saer (que, además de novelista, fue guionista, y enseñó Historia del Cine y Crítica y Estética Cinematográfica en la Universidad Nacional del Litoral) es un hecho especial en sí mismo, uno que a primera vista puede parecer azaroso debido a la prosa del escritor, poética y visual pero de una exhaustiva búsqueda descriptiva que muchas veces refiere a lo invisible u ordinario. El resultado es un film austero en la superficie e infinito en la metáfora, con una profusa riqueza fotográfica y un arte delicado para el retrato de la intimidad y la evocación de climas. Por momentos recuerda a De la nube a la resistencia de Straub y Huillet, pero cambiada la dialéctica de los personajes por la elocuencia de los rostros y el escenario. Filmada en Santa Fé, cerca de donde vivió Saer. Una película para perderse en ella.
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