La última película de Pablo Stoll es y no es una película de Control-Z. Es, porque Stoll es co-fundador y pieza fundamental de la empresa. Todo proyecto de él es, por definición, un proyecto de Ctrl-Z. Pero a su vez, hay una clara ruptura con los principios productivos y estéticos que caracterizaron lo hecho por el equipo controlzetiano: proyectos conducidos por Fernando Epstein, que consiguen fondos y co-productores para presupuestos que oscilan entre los 200 mil y los 500 mil dólares; fotografía de cámara más bien quieta, e historias con un progresión narrativa sutil y “minimalista”. Hiroshima trata un poco de dejar atrás a esa familia nacida con el proyecto 25 Watts; como también trata de dejar atrás todo. O mejor aún, trata de la inevitable condición pasajera de todo.
Musical mudo, como la denomina el propio Stoll, es la historia de un joven montevideano de poquísimas palabras que guiado por un impulso incierto (el mismo que mueve a los personajes de Levrero –de quien Stoll se influencia ex profeso-) recorre espacios que se van sumergiendo en un enrarecimiento propio de los sueños (el partido de fútbol con tanteador imposible es el más divertido exponente). Es justamente con lo grotesco de escuchar una banda de sonido con ambiente pero sin voces (interrumpida por los intertítulos tipo cine mudo) que se construye esa extrañeza; una mirada atónita de la realidad, de rostros frontales que miran fijo a cámara, entre el gesto cartoon y el letargo. El recorrido, que se plantea desde el vamos con el primer (gran) steady-cam de la historia del cine uruguayo, es el verdadero protagonista. En él atravesamos cuestiones divergentes como el amor fraternal (el encuentro tipo-western con el padre), el lugar del arte (en los dibujantes que retratan al personaje, o en el comentario un poco fuera de tono de “el cine no da plata”) o la vagancia juvenil y porrera que Stoll supo retratar a la perfección, en 25 Watts o aquí. El resultado, en estos aspectos, es desparejo; tiene algunos momentos de graciosísima comedia visual (en interacción con lo textual), pero también parece contradecirse a sí misma cada tanto, como si la rigurosidad formal con la que se presenta no fuese tan significativa. El desenlace concluye un viaje tan irregular como la vida, donde lo poco que queda por hacer en un contexto de desaparición explosiva es cantar la canción que se pueda, y como se pueda.
Pero no es en estos aspectos donde se encuentra el mayor valor de esta cinta dentro de la carrera de Stoll. Si la justificación de Whisky estaba en lograr una presencia en contextos mucho más valiosos y acaudalados que donde había retumbado hasta entonces el cine uruguayo; Hiroshima es su reverso. Mucho más conectada -y parecida- a la vida que al cine, se despreocupa de toda mirada ajena y se afirma como la puesta en escena de una emoción muy interna y personal de Stoll. En este sentido, no es para nada fortuito que el germen de la idea haya sido el intento por entender un día en la vida de su propio hermano, quien termina además en el rol protagónico… Es que un hermano es siempre un buen lugar para buscarse a uno. Y, claro, el cine también.
(Este texto fue escrito con motivo del estreno de la película, en el año 2009)