La escena sucede a pocos minutos de empezada la película. Ya sabemos que nuestro personaje principal es Iremar, un hombre que trabaja en los rodeos de bueyes al mismo tiempo que confecciona vestidos. Vemos al protagonista recorrer un terreno baldío que parece estar cubierto de pedazos de tela. Estos han sido tirados como basura por una fábrica de ropa cercana. Una fábrica de ropa y un distrito de modas en el medio de la nada. La cámara lo sigue a Iremar en un plano distante, casi panorámico, con sonido ambiente, mientras camina y va eligiendo sus fragmentos favoritos del suelo, así como a trozos de un manequí, los cuales eventualmente usará para los trajes que fabrique.
Boi Neon está llena de esos instantes virtuosos. De planos secuencias con una perfecta construcción de tiempo interior. Pero en ese sentido, no se trataría más que de una película vistosa. Y Boi Neon es mucho más que eso: esa escena es la película destilada a su máxima esencia. El segundo film de Gabriel Mascaro tras Vientos de Agosto (2014, exhibida en Uruguay durante el Festival Cinematográfico de Montevideo del 2015) es un lugar donde confluyen opuestos, al mismo tiempo que logra convencer al espectador que la era de binarismos está acabada.
El paisaje agreste del nordeste brasilero se vuelve una especie de basural multicolor, y nuestro hombre recio va eligiendo materiales para su trabajo como costurero. Pedazos descartados, vueltos basura, que son la materia prima para confeccionar un glamour rudimentario. Ese mismo que viste a nuestra mujer camionero, que también es bailarina nocturna. Porque en los personajes de Boi Neon también confluyen extremo. De la misma forma que Iremar es vaquero/modisto y Galega es camionera/bailarina, también existe un tercer personaje que es vendedora de perfumes de día y guardia de seguridad de noche. Los roles de géneros asignados, normativos, son subvertidos. Es más, esta podría tratarse de la primera película queer donde las escenas de sexo son heterosexuales.
Porque además de virtuosa Boi Neon es, a riesgo de sonar ridículo, una película cachonda, inminentemente física. De texturas y roces. Solo tres escenas como muestra: Galega vestida de caballo bailando de forma seductora iluminada por un foco rojizo. Zé, el ayudante de la vaquillada, abrazándose en soledad a un caballo en la escena de sutil zoofilia más bella del cine. Y esos instantes de sensualidad deforme y hermosa tienen un coronario casi al final, con la extensa escena de sexo entre Iremar y una mujer embarazada. Filmados en sombras y claroscuros, en una toma que dura todo el encuentro entre los dos, donde Iremar casi toma un rol pasivo y deja que ella tenga el control, una forma de empoderamiento.
Boi Neon es una película rural lejana al preciosismo y al tono pintoresco o campechano. Sus personajes, casi animalizados, son tratados con distancia y respeto. No hay conflictos que hagan mover la trama, sino más bien que nos describen una vida y un entorno. El toro de neón del título es un poco como el mismo film, un momento de flúo extremo, glorioso y terraja, que sucede en el medio de un ámbito tradicional, donde todo finalmente se ha vuelto uno. Donde los opuestos se han neutralizado y fluyen. Donde masculino y femenino ocupan el mismo espacio sin necesidad de ser definidos.
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Boi Neón (Brasil/Uruguay/Holanda, 2015). Dirección: Gabriel Mascaro. Guión: Gabriel Mascaro. Fotografía: Diego García. Montaje: Fernando Epstein, Eduardo Serrano. Música: Carlos Montenegro y Otavio Santos. Con: Juliano Cazarré, Maeve Jinkings, Carlos Pessoa, Alyne Santana. 101 minutos.
Se exhibe el jueves 26 de Mayo en Sala Zitarrosa a las 19 y 21 hs.