Pensar el cine –o cualquier disciplina artística– desde la inmersión. No el tipo de sumergimiento en la experiencia mediática que aparecería en la publicidad de un home theater o una nueva sala de cine que agregó otra dimensión a su arsenal. Lucrecia Martel, quién se presentó el pasado sábado 9 de junio en la Escuela de Cine del Uruguay para dar una charla sobre su metodología y filosofía de trabajo, habló de la inmersión como un estado mental de presentismo sensorial en cada situación narrativa, sin duda compartiendo rasgos con el tipo de atención que uno cultiva meditando. El objetivo no es solo tener una recepción especial a los implicaciones dramáticas y estéticas de cada escena, sean las que sean, sino además resistir la inercia de las asociaciones y los hábitos más arraigados.
La directora se mostró al principio un poco nerviosa, respuesta más que natural ante una sala repleta de gente, gradas de butacas por encima de su campo visual. Perseveró con paciencia, sin duda una veterana de disertar en varias partes del mundo. Atrás de la directora se proyectaba a volumen bajo un video narrado de una mujer siendo peinada, de los que están diseñados para causar ASMR (“Respuesta Sensorial Meridiana Autónoma” en español). Comenzó la charla hablando de la inmersión y para ello utilizó la metáfora de la pantalla de cine como el rectángulo de luz que uno ve si se encuentra sumergido en una piscina mirando hacia el cielo. Los colores, los sonidos, las sensaciones y las texturas son diferentes de lo que sería estar afuera del agua. Para ilustrarlo, Martel sacó una botella de vidrio con agua de su cartera y puso el celular de tal manera que su pantalla brillara a través del líquido. El punto es que no nos damos cuenta, pero ver una película en una sala de cine es estar sentados en una caja oscura de sonido envolvente, a metros de distancia de la superficie blanca donde se plasma la sucesión de imágenes. Es, de por sí, un entendimiento que revela la artificialidad de lo que los espectadores sienten como experiencia orgánica; no solo el fenómeno de la película se expresa binariamente, en dos canales, sino que se trata de dos mundos estéticos aparte en relación a las consideraciones técnicas y potenciales que les competen.
Cuando Martel habló de sus películas, hizo énfasis más que nada en el sonido. Las describió como “tradicionales”, tal vez porque a pesar de tener inquietudes narrativas diferentes a los títulos más comerciales de cartelera, sus obras no se desvían de la realidad que conocemos. El acercamiento a la dimensión aural de su cine, sin embargo, intenta ofrecer un contrapunto y enriquecer esa realidad desde lugares alternos o distantes, como el pasado, la imaginación de los personajes o el influjo espectral que invitan sus incursiones en la penumbra. Así, en La niña santa, el diálogo de dos personajes en la habitación de una casa es acompañado por sonidos de recreo de escuela, pertinente a lo dicho en la escena pero lejos de presentarse como un recurso gratuito o busque llamar la atención sobre sí mismo. Es algo que Hollywood ha usado numerosas veces cuando un personaje recuerda un evento traumático mediante un flashback sonoro, pero el punto en que insistía Martel era el de pensar la creación cinematográfica fuera de esas intencionalidades. Cuando le pidió a la audiencia que se imaginaran una mujer en una cama apagando un despertador, surgió la evidencia de reflejos narrativos y de género compartidos por la cultura: para varios, la mujer estaba del lado izquierdo de la cama, tenía pelo largo, el despertador era un reloj analógico y la hora eran las tres de la tarde o de la mañana.
Cada loco con su cine, defendería la directora, sin que ello trivialize la importancia de su mensaje. Justamente, le da más valor y universalidad. Describió las películas de Hitchcock como “fuera de manual” a pesar de que las consideramos clásicos fundacionales respecto a un estándar de calidad de un guión o de una película, porque saber jugar con los impulsos, saber analizarlos, conjugarlos y resistirlos, es de lo que está hecho el buen arte, accesible pero nunca vulgar, universal y a la vez único. Para Martel, el lugar con más potencial de inflexión de la elocuencia de la imagen y todo el bagaje cultural narrativo que llevamos consciente e inconscientemente adentro, es el sonido. Después de todo, una película completamente muda es considerada una película, pero el audio aislado se convierte en un extracto, tal vez con la posibilidad de usarse como drama radiofónico. Es una entidad independiente. Sentado en una sala de cine, la imagen siempre espera frente a los ojos, mientras que el sonido parece venir de diferentes direcciones, envuelve y penetra. La mayor parte del caudal de películas se realiza con una clara direccionalidad formal y narrativa, en la organización espacial dentro del encuadre y en el ritmo expositivo con que una historia cumple cierto patrón, los tres actos clásicos, las expectativas de resolución en una trama. En aquello de estar inmerso en las aguas mágicas de la experiencia cinematográfica, pensar desde el sonido, argumenta Martel, es una buena forma de curvar y darles diferentes formas a las flechas que lanzan los formadores de hábitos –de mirar, esperar, consumir–, institucionales, culturales y personales; lanzar la flecha, sí, pero despojándose de la intención de dar en el blanco, como dijo Eugen Herrigel en Zen en el arte del tiro con arco, acto que si bien se ejecuta desde la autenticidad del instinto, está nutrido de cuidadosa meditación.