Los personajes del universo cinematográfico de Edgar Wright suelen tener una amenaza doble: no solo se enfrentan a peligrosos antagonistas, sino que el mismo mundo que los rodea se impone como fuente de obstáculos peligrosos. No por nada el director británico tiene a su nombre una película llamada Scott Pilgrim contra el mundo (2010). En Muertos de risa (2004), Arma letal (2007) y Una noche en el fin del mundo (2013) –su “Trilogía Cornetto de los tres sabores“–, los personajes encarnados por Nick Frost y Simon Pegg, suman a sus problemas personales unos de orden comunitario. En el primer caso la aparición de zombies, en el segundo una secta que controla un pueblo y en el tercero una invasión global de robots alienígenas. A su vez, las películas mencionadas comparten sin excepción marcas estilísticas del autor, como el diálogo constante entre las convenciones de los géneros y la autorreferencialidad, el uso de canciones intradiegéticas que acompañan secuencias y determinan su montaje, y guiones que mezclan violencia gráfica con grandes secuencias de acción, en tono de comedia.
Baby (Ansel Elgort) vive en su propia realidad wrightiana donde es un joven conductor de escape para las operaciones de robo que organiza su jefe criminal (Kevin Spacey). Lo ha sido desde que era niño y ahora, al menos una década después, tiene que serlo por un atraco más, tras el cual será libre al completar el pago de la deuda que lo hizo entrar en ese estilo de vida. Mientras tanto, Baby se enamora de una mesera (Lily James) que, como él, quiere dejar todo atrás. No todo sale como tiene que salir (ni podría) y a los colegas de siempre (Jon Hamm y Eiza González) se les suma un peligroso criminal llamado Bats (Jamie Foxx) que no solo amenaza con los planes de Baby sino que además tiene un rencor especial en cuanto a su falta de sangre en las manos.
Aquello del criminal que debe cumplir un último trabajo antes de retirarse es un concepto ya bastante usado, pero en este caso la brillante ejecución técnica a cargo del director renueva y embellece la consigna. Se trata de un proyecto personal que lleva al menos veinte años de concepción y desarrollo, y lo que se ve en la pantalla refleja un proceso exhaustivo: la playlist que Baby necesita para llevar a cabo sus impresionantes hazañas automovilísticas, es el soporte sonoro sobre el cual se mueven las imágenes, se corta de una escena a otra, se lleva a cabo la coreografía de los personajes o la enunciación de sus diálogos. La banda sonora, sin duda de las mejores cosas que tiene la película, es tanto el marcapaso de todo lo que pasa, como su constante programación de ambiente.
Las influencias que Edgar Wright a nombrado, tanto en relación a películas con persecuciones en auto como de asaltos, encuentran su evocación en varios momentos del filme; el título, por ejemplo, se despliega ante la toma vertical de un edificio con tipografía reminiscente de los años 70 (como son la mayoría de las películas que ha mencionado) mientras suena “Harlem Shuffle“, una canción R&B de 1963. Las palabras playlist (“lista de reproducción”) y shuffle (“mezcla”, o el modo de reproducción que alterna canciones aleatoriamente) son claves a la hora de apreciar lo que Baby Driver trae a la mesa: una presentación audiovisual cuyo pulso y pinceladas, hibridan conexiones, homenajes y referencias, navegando por tropos que han alimentado y siguen alimentando las películas del género: un romance imposibilitado por la vida criminal, los diners de los años 50 y su eterna vigencia como hogar de quienes viven vidas solitarias o poco definidas, la brutalidad de la respuesta policial, los planes logísticos de alta complejidad que tientan al destino, la ciudad como un lugar artificialmente encantador y lleno de contingencias, la carretera como vía hacia la libertad. Baby hace remixes con herramientas análogas de conversaciones que captura con un grabador de cassette (un verdadero viaje a los 90) y usa lenguaje de señas con el anciano sordo que cohabita en su apartamento. Baby interactúa con el mundo a través de la música y repite diálogos de películas cuando es increpado por personajes con autoridad sobre él. El filme, por tanto, comunica y expande su alcance por varias vías más allá de las puramente narrativas.
Esta red une las inspiraciones del director/guionista con su visión y lo que esta tiene que decir de sí misma, nutrida sin duda por la geografía que la sustenta. La idea original del director era filmar Baby Driver en Los Angeles, ciudad que con grandes avenidas, autopistas, una zona céntrica modesta, grandes espacios abiertos, edificios estatales Art Deco, montañas, playas y desiertos, ha servido, junto con Nueva York, de infinita inspiración para el cine negro (noir) (en tercer lugar, tal vez, estaría San Francisco), hasta para la futurista de Blade Runner (1982). Atlanta, Georgia, era una opción más soluble económica y logísticamente, entonces Wright hizo adaptar al guión para que tenga un evidente sabor local. Atlanta tiene su larga relación con innumerables producciones y comparte algunas de las características mencionadas de Los Angeles. Baby Driver, sin embargo, no es film noir, sino una fiesta de música, colores y efectos especiales prácticos, que a pesar de sus elaboradas persecuciones es una experiencia a menor escala que Fuego contra fuego (1995) o Contacto en Francia (1971). Y el protagonista a pesar de ser callado, se aleja de la frialdad cool de Bullitt (1968), La celada (1978) o Drive (2011), al tener una relación tan estrecha con su iPod y la música que contiene.
Como otra película de este año, ¡Huye! (2017), su construcción es tan cuidadosa que no hay objeto o sujeto en el encuadre que no tenga que ver con la historia, las películas de otros directores o de las anteriores de Edgar Wright. La cafetería donde Baby compra café se llama Octane (“octano”, un químico que aparece en la gasolina), lugar famoso en Atlanta. Cuando Baby deja de trabajar para su jefe, consigue trabajo en una pizzería, también popular de Atlanta, que se llama Goodfellas, como la película de Martin Scorsese (director que Edgar Wright no cita en sus influencias pero que es sin duda el maestro de películas sobre criminales con memorables bandas sonoras); las canciones hablan de la trama y de lo que está pasando en el momento y los personajes hablan de las canciones (lógicamente, el nombre de la película proviene de una canción de Simon & Garfunkel); más de una ocasión Baby es interpelado por su nombre, algo que fácilmente puede estar en la cabeza del espectador; Doc, el personaje de Kevin Spacey, dibuja un mapa mientras tiene una discusión con Bats y luego hace referencia, con algo de ironía, a lo que acaba de hacer, ejemplo de tantos baches espacio-temporales que tienen las películas; los prisioneros de la cárcel que aparece al final tienen la sigla D.O.C. en el uniforme. Como demuestra la página de trivia de la película en IMDB, la lista de guiños y mensajes escondidos es interminable.
Como Huye, también, el único desperfecto que tiene la película es ser un sistema cerrado donde cada parte ha sido cuidadosamente acondicionada y colocada para cumplir con objetivos narrativos y estéticos. Esto, lejos de ser una desventaja en un guión tan fuerte a nivel de diálogo, sin embargo termina por acotar la vitalidad y el dinamismo que la película busca contagiar. Es sin duda hipnótica, rítmica, encantadora, divertida, pero no evitar sentir que le faltó algo de azar, caos o humor para respirar (que sí tiene Arma letal) o que la apuesta por crear una película-videclip tendría que haber sido más audaz. No hay nada mejor que un plano secuencia bien orquestado, y la segunda escena de la película, cuando Baby camina por las calles hacia la cafetería, es uno de los tantos puntos memorables que alcanza. Donde decae y suena a destiempo es en la historia y la forma en que desarrolla partes de la misma. El personaje de Kevin Spacey, por más hábilmente que esté ejecutado, parece meramente funcional, que carece de una vida fuera del entorno en que lo vemos, y su cambio de parecer a los tres cuartos de la película, se siente un poco infundado, algo que en otras películas de Wright, con una humorística más libre, funcionaría mejor. Con un argumento tan familiar, tal vez este sea el caso donde el estilo debería dominar muy por arriba de la sustancia o que el drama esté a la par del espectáculo. La violencia, objeto de pudor para Baby, también desentona un poco con la ligereza mágica que predomina. Otras películas del director tienen secuencias de violencia aun más gráfica, pero en esos casos sirve de parodia y suma al desenfreno. Además, que uno de los momentos significativos de la vida del protagonista sea cuando los padres le regalaron un iPod, parece un tanto comercial de más, si bien en la película abundan las referencias pop.
Lo dicho anteriormente es, naturalmente, reflexión personal y especulación. Hay mucho para admirar en Baby Driver, mucho dulce para los ojos, los oídos y el sentido musical. Es difícil no pensar que esto representa un momento visagra en la carrera del director, sobre todo al considerar que es, por lejos, su película que más ha recaudado, la larga duración de la gira de prensa y el nivel de compromiso que ha tenido con la publicidad del proyecto, como se evidencia en su cuenta de Instagram.
Título original: Baby Driver / Año: 2017 / Duración: 112 min. / País: Estados Unidos / Director y Guión: Edgar Wright / Música: Steven Price / Fotografía: Bill Pope / Edición: Jonathan Amos, Paul Machliss / Reparto: Ansel Elgort, Jamie Foxx, Jon Hamm, Eiza González, Kevin Spacey, Lily James, CJ Jones / Presupuesto: US$ 34 millones