Vayamos al grano. Las canciones no son pegadizas (salvo los primeros 10 segundos de la canción que ya se escuchaba en el trailer) y los bailes son aburridos. Gosling es el personaje de Drive (Refn, 2011), guapo, impávido, pero bailando. Las vueltas narrativas son de los más caprichosas, con el colmo máximo en ese novio del personaje de Emma Stone, sacado de abajo de las piedras. La puesta en escena es bella y simple hasta el hartazgo (mannequin challenge included). Pero lo peor de La La Land, esta tercera película de Damien Chazelle, está en lo que nos quiere vender.
Ambos protagonistas son artistas que buscan el éxito en la “ciudad de las estrellas” (Los Ángeles, LA). Uno quiere poner un club de jazz tradicional, la otra quiere ser actriz. Su amor en apariencia no tiene impedimento ninguno. En realidad, el conflicto se establece cuando el amor empieza a ser un problema para la consecución de sus sueños. Bah, un problema… no hay mucho más problema que la idiotez de ambos, que no les permite, por ejemplo a Gosling, detectar que Brochetas de Pollo no es un buen nombre para un club de jazz, a pesar de que se lo digan. Después abandona su sueño con el pretexto de “madurar” y hacer plata en serio, deja a la chica porque a ella le sale un laburo de 7 meses y, oh milagro, se da cuenta que en realidad nunca quiso abandonar su sueño y lo retoma para el desenlace “emotivo”.
Ella es más convincente, aunque también tiene poca imaginación para pensar en cómo un amor supuestamente valioso puede sobrellevar esos 7 meses de trabajo en otro país. Y no es que los personajes no puedan ser idiotas, el tema es que la película no parece darse cuenta que son idiotas y que sus decisiones son idiotas, y por el contrario pretende que nos identifiquemos con ellos.
O sea, pasa que la moraleja importa más que la historia: ellos tienen que sacrificar el amor para alcanzar el éxito con el que sueñan, entonces no importa si el inconveniente que los separa es contundente: los personajes optan por separarse sin mucha vuelta y eso no es amor, señores, ni en Hollywood ni en la China. El sacrificio que la película nos quiere hacer creer que requiere el éxito se entiende, pero está impuesto a los diálogos desde el guión y cualquier personaje un poco más inteligente y sensible, como la película pretende que creamos que son estos dos, serían capaces de solucionar el “inconveniente” de una forma más ventajosa. La moraleja es bastante jodida, al fin y al cabo.
A los norteamericanos les gusta celebrar las ideas más lindas que tienen sobre sí mismos. Creerse (para eso lo inventaron) el sueño americano de que todo es posible si se persigue con convicción, esfuerzo y, muy especialmente aquí, con sacrificio. Está bien. Quién es uno para decirle a los norteamericanos que no pueden embadurnarse en su tradición más acaramelada y refritarla con esta oda a Los Ángeles, agregándole trancones de tráfico, celulares, algo de feminismo y un final en apariencia menos “reconfortante” que los de antes, pero en realidad mucho más ñoño e inocente que el de varios musicales de los años ’30, que al menos no te vendían gato por liebre.
En realidad, el problema no es la película sino qué hace uno mirándola, tan lejos de esa tradición, y dejándose lavar el cerebro por la mayor mentira jamás contada.
La La Land, 2016. Dirección: Damien Chazelle. Elenco: Emma Stone, Ryan Gosling. Duración: 127 min.