A finales de 2018 visitamos a Luis Elbert para entregarle el número 6 de la revista impresa que contiene un extenso ensayo de su autoría. La disculpas a él, primero que nada, porque la intención nunca fue que este artículo se publicara tanto tiempo después, si bien diferentes problemas internos (como bots rusos que atacaron el sitio web) y compromisos del autor conspiraron en contra. Más allá de que siempre sea un placer sentarse a conversar con Luis, el objetivo principal es llenar un vacío en lo que refiere al homenaje y la apreciación de una figura tan importante para el cine y la formación cinematográfica nacional. Es un poco lamentable y a la vez uruguayo que tan poco se haya escrito y divulgado hasta la fecha. Exalumnos de la ECU, IAM o Universidad ORT seguro lo recuerdan por su nombre o como el señor canoso que enseñaba lenguaje cinematográfico, pero la realidad es que eso apenas roza la superficie de todo lo que ha hecho y la cantidad de gente que a lo largo de los años se ha nutrido de su saber.
Luis Elbert nació en Montevideo, el 16 de marzo de 1944. Comenzó su relación con el cine a través del Cine Universitario, del cual fue socio a los doce años, y posteriormente, durante los sesentas, colaborador de archivo, encargado de publicaciones, programación y cursos, integrante del consejo administrativo y co-director ejecutivo. Durante su época adolescente también fue fundador y dirigente de cineclubes liceales y colaborador en el argumento y libreto del cortometraje documental inconcluso de Juan Carlos Rodríguez Castro, “Local liceal” (1959). Su incursión en la crítica y formación cinematográficas en Cine Universitario, Cinemateca, otras instituciones y revistas empezó en simultáneo con la carrera de docencia en otras disciplinas, particularmente música e historia. Fue profesor de enseñanza musical en secundaria, y dio diversas conferencias sobre el tema en varias instituciones. A finales de los sesentas también comienza su larga vinculación de más de cuatro décadas con la Universidad de la República, particularmente las facultades de Humanidades y Ciencias, como colaborador en múltiples campos, funcionario administrativo, secretario, director de diferentes divisiones, asesor de decanos e integrante de comisiones coordinadoras. Enseñó en la ECU, IAM, Universidad Católica, INA, ORT, Casa de la Cultura de la IM y el Middlebury College en Estados Unidos, entre otras. Estos trabajos relacionados al área educacional están acompañados por su extensa labor de editor, compilador, revisor y colaborador de notas al pie en un sinnúmero de libros y publicaciones, que incluyen química, biología, geografía, antropología, bioética e historia. Ha escrito dos libros de cine, Eisenstein y Pudovkin (1985) y El gabinete del Dr. Frankenstein – La ciencia vista por el cine (2000), además aportar capítulos en libros colectivos de la materia, como Historia del cine estadounidense (1979) e Interrogaciones sobre Hitchcock (2001). Participó como autor o panelista de simposios y seminarios sobre cine (Eisenstein, Welles, Kubrick, Tarkovskiï, Fassbinder, Buñuel), que tuvieron lugar en Uruguay, Chile y Austria. Formó parte de varios festivales como parte del jurado y fue director adjunto del Festival de Cine de Valparaíso en 2001-2003. Ha dejado material en prensa diaria, semanarios y revistas, algunas de las cuales tuvieron vida corta. Pasó por varias emisoras de radio (1974-1987) y televisión (68-70 y 72).
En 1963-64, colaboró en la asistencia de dirección del mítico film inconcluso El ojo del extraño, dirigido por Daniel Arijón (1933-2002), además de ser el actor detrás de la escafandra del alienígena protagónico. Un breve raconto de su filmación lo dejó plasmado Mario Raimondo, el director de fotografía, en su libro Una historia del cine en Uruguay: Memorias compartidas (2010). Sin embargo, previo a la publicación de este libro, para muchos fue Luis Elbert la fuente de increíbles historias acerca de aquel inusual proyecto y su director. No había precedentes en cuanto a la escala épica de esta película clase “B” que Arijón tenía intención de vender a Estados Unidos. Participaron las fuerzas armadas, la policía y su equipo canino, además de otros grupos similares y extras, en aquel filme de ciencia ficción sobre una muchacha que ayuda a un alien benigno perseguido por las autoridades a regresar a su nave estrellada y escapar de la Tierra.
Luis nos recibió en su apartamento, ubicado en el centro, y luego pasamos a un estudio con una modesta biblioteca. El escenario preludió el primer tema de conversación: el valor de los libros y saber educarse en la era del material didáctico resumido, procesado y fácilmente digerible. Por diferentes factores, como la falta de recursos o la pequeña demanda, el autodidactismo ha permeado varias disciplinas en Uruguay. Las escuelas de cine son una invención de la segunda mitad del siglo XX, que en Uruguay comenzaron a gestarse en cursos que trastabillaron con la dictadura y terminaron de concretarse en nuestro país a finales de siglo XX: la ECU, por ejemplo, fue fundada en 1995. Sin embargo, más allá de la falta o no de instituciones, la verdadera familiarización con una materia requiere iniciativa personal, una sed de conocimiento y profundización adversa al conformismo. Por eso no extraña que sus cursos de lenguaje cinematográfico se orientaban en torno a enseñar a ver y estudiar una película más que la catalogación de planos, tomas y otros recursos técnicos; pausar, retroceder, ir cuadro por cuadro, cronometrar, comparar con el guión y lo que sugieren las actuaciones, y tener varios visionados, son herramientas de un proceso que permite conocer en detalle el objeto fílmico a analizar. Si bien nos comentó que siempre le costó escribir, basta leer uno de sus artículos para ver que cuando volcaba tinta en papel no escatimaba en investigación previa. Por eso no extraña, tampoco, que al final de nuestro encuentro se preguntara sobre la eventual longevidad de su legado. Es un sentimiento familiar para todo aquel que se haya acercado a la historia del arte: de no haber sido por ciertos individuos (como Felix Mendelssohn en el caso de Johann Sebastian Bach) o eventos fortuitos, el tiempo hubiera sepultado en el olvido a artistas que hoy se consideran indispensables. Más incertidumbre genera al tratarse de cine, cuya presencia en la percepción pública está casi exclusivamente atada a la efímera contemporaneidad de estrenos y actores de renombre, sumado a que en Uruguay el reconocimiento tiende a llegar tarde, si es que llega. Lo que sigue a continuación es una versión editada de nuestro intercambio con Luis Elbert, arreglado en formato entrevista para mayor claridad.
Revista Film: ¿Cómo te formaste?
Luis Elbert: En la vida uno toma contacto, casualmente, con cosas que de pronto le parecen muy interesantes y de las que no sabía nada… Como la teoría de la relatividad. Cuando leí sobre ella me sentí estafado, porque nunca me lo habían dado ni en la escuela ni en el liceo y a uno, con sólo asomarse al tema, le abre la cabeza. No se enseña porque es complicada y la educación tiende a mantener a la gente en un cierto nivel de ignorancia disimulada. Como la sociedad funciona de un modo masivo, hay cosas que no se van a enseñar y a mí me da lástima que así sea. Con los programas que entregaban en los cineclubes y la crítica de los diarios empecé una especie de contracurso a la educación formal. Y digo “contracurso” porque progresivamente –yo diría que con el correr de muchísimo tiempo– me fui dando cuenta de que la educación formal suele ser muy endeble, contiene muy poco. Aunque enseña a leer y escribir, lo que está muy bien, pero algunos no tienen suerte y no les tocan los maestros adecuados.
A través de esa relación con el cineclubismo –que durante algunos años fue paralela con las matinées del fin de semana–, el cine empezó a ser algo más. Tomé contacto con la crítica y tuve suerte por razones de cronología: coincidí con los últimos críticos importantes que hubo en el Uruguay. Los de la generación del 45, Alsina Thevenet, Rodríguez Monegal, Antonio Larreta, Jorge Ángel Arteaga, Gastón Blanco y otros que sé que escribieron antes de que yo empezara a leer pero que ya no estaban, como Hugo Rocha, que se había ido del país. También Julio Luis Moreno, que escribió algo en Marcha y en la Revista Film (la primera), y después nunca más apareció por ningún lado. De hecho nunca supe quién era, pero leí y releí excelentes artículos de él; incluso hace poco descubrí por pura casualidad, en una lista bibliográfica, que uno de los artículos de Moreno en Film había sido traducido en la principal revista estadounidense de cine, radio y televisión de la época. Todo eso es lo que me fue formando en materia de cine. Ellos explicaban que en tal película la psicología de los personajes no servía, era de receta, o que en otra película la psicología estaba bien descrita, con buenos apuntes, tratando de armar situaciones que la revelaran, y que ahí entraba en juego la creatividad con la que fue hecha.
Luego, gracias a una experiencia también casual, me engancharon con el equipo que hizo El ojo del extraño. Yo nunca había visto una filmación tan movida, complicada y llena de gente. Filmada en 35mm, de aventuras, fue encarada para meterse en el mercado exhibidor y de televisión de Estados Unidos. Si eso funcionaba, iba a permitir que en Uruguay hubiera un grupo de gente interesada en hacer películas para ese mercado. La idea de Daniel Arijón era hacer esta película de aventuras común y corriente, a propósito en inglés, para vender a la televisión norteamericana que estaba desabastecida en ese momento por la crisis de Hollywood a principio de los años 60. Como los spaghetti westerns que se hacían para los cines de barrio estadounidenses, con un actor de tercera que hablaba inglés. La idea de Arijón era esa. Había leído en Variety que el mínimo que pagaban por una película era 20.000 dólares –no sé la cifra exacta pero a modo de ejemplo–, por lo que si se hacía una por 10.000 y se vendía luego se podía hacer algo mejor y así sucesivamente.
En El ojo del extraño participó la policía, el plantel de perros (persiguiendo al marciano por las barrancas y el puentecito del Parque Rodó) y el centro de reservistas del ejército (el cuartel estaba en la calle Dante y República). Era impresionante ver soldados corriendo bien armados por el bosque de los bañados de Carrasco, incluyendo sobre todo un joven bien fornido con una pesadísima ametralladora Thompson. A veces los de la caballería se chocaban contra los árboles. Filmamos además en una patrullera de la Armada. No se había hecho nada de esa escala antes… Los largometrajes que se hacían acá eran argentinos o uruguayos de muy bajo presupuesto. Lo interesante de esto fue que cuando vimos el copión con el primer montaje, lucía muy bien. Se veían las playas con todos los caballos corriendo, los soldados armados, la fortaleza del Cerro…. Es la impresión que siempre guardé. Parecía una película de verdad, cosa que nunca me había pasado con un filme uruguayo.
RF: ¿Qué pasó después?
LE: Fracasó todo, porque no se pudo terminar. La mató la cronología… En el 64 apareció la televisión a color y entonces se acabaron las posibilidades de que a alguien le interesara una película en blanco y negro. Fue triste enterarme mucho tiempo después de que el material había desaparecido. Se filmó entera; vimos el primer montaje unos cuantos, cincuenta o cien personas, entre ellos los Montevideo Players, grupo de actores de teatro que habían trabajado en la película. La vimos muda, sin sonido, sin efectos especiales. Yo sabía que de ese mismo copión –porque era el único positivo que había– Arijón había hecho una sinopsis (trailer) para mostrarle a diversos inversores. Según me contaron, después que murió se metieron intrusos donde él vivía y desapareció todo. Tenía una muy buena biblioteca. Lo único que queda son clips y fotogramas que se había guardado Raimondo, el director de fotografía. Dos grupos de estudiantes de cine quisieron hacer documentales de esta experiencia. Uno era sobre la iglesia que Eladio Dieste hizo en Estación Atlántida, porque se había filmado una escena allí, pero yo les dije cuando me llamaron que nunca habíamos estado en ese lugar. Raimondo decía que sí. Yo me acordaba de haber filmado en una iglesia en la calle Millán. Después hablando con Raimondo surgió la posibilidad de que tal vez se utilizó la fachada de la iglesia de Atlántida pero el interior era la de Millán. No sabemos porque no hay película… Uno de los grupos hizo un breve documental en base a reportajes y las pocas fotos fijas sobrevivientes.
Arijón era un tipo que hacía un guión técnico muy prolijo. Iba cada día con las tomas a filmar dibujadas en esquemas. Mucho después Raimondo me contó que Arijón había estudiado dibujo y las ilustraciones del libro Grammar of the Film Language las había hecho él. Arijón también había estudiado inglés, hablaba perfectamente. De hecho, de los libros que conozco sobre cuestiones prácticas de la realización cinematográfica (incluido uno de Joseph Mascelli que Arijón admiraba mucho), creo que el que más sirve es el de Arijón, y siempre me llama la atención decirlo porque es un uruguayo que no se formó en otro país, que fue autodidacta… Se encontró a Delmer Daves (1904-1977) en un Festival de Punta del Este y Daves le habló mucho del oficio… Le dio todas las pistas, cuando viera una película, en qué fijarse para ser director de cine, que era lo que Arijón quería ser. Arijón llenó cuadernos sacando apuntes en la oscuridad del cine mientras pasaban la película, dibujando encuadres, marcando movimientos con flechitas, y se formó así. Se ensayó con El ojo del extraño y la verdad es que tenía escenas bien planeadas, con travellings y cosas que pasaban mientras la cámara hacía una trayectoria. Y después hizo el libro, directamente en inglés. Raimondo ya había publicado en Inglaterra su libro sobre la cámara cinematográfica y Arijón mandó su manuscrito a los mismos editores, quienes dijeron que sí. Después se tradujo a muchísimos idiomas. Una de las últimas veces que me lo crucé en la calle volvía de Europa y Estados Unidos y se había comprado el pasaje con lo que le pagaron por la 18ª edición de su libro; supongo que en esa cifra iban no sólo las ediciones en inglés sino también las diversas traducciones en varios países de Europa y hasta China y Japón. A él también le pagaban por hacer guiones… A él también le pagaban por hacer guiones: se ve que alguna gente lo conocía o sabía que podía escribir. Llegó a hacer un guion sobre Nostromo, la novela de Joseph Conrad, que años después fue un proyecto de David Lean y no pudo hacerla porque murió. Aquel guión se lo encargó a Arijón un productor italiano que pasó por acá, se encontraron y conversaron. Ese guión de Nostromo andará boyando por ahí. Yo tenía el guión literario de Arijón para El ojo del extraño y se lo di a Cinemateca.
RF: ¿Qué efecto tuvo en ti la producción?
LE: A partir de ahí avancé en mi cabeza lo que era el lenguaje cinematográfico, del cual los críticos hablaban bastante pero que es muy difícil de explicar. Ellos ponían como ejemplo una escena de una película para que vos te dieras cuenta que tal encuadre estaba armado. El cine es eso, que fue la idea que me quedó y siempre defendí en los cursos, a contrapelo de lo que siempre pensaban mis alumnos: al principio no podían creer que todo lo que constituía cada imagen, cada toma, estaba puesto a propósito, incluso detalles de los que nadie se daría cuenta, porque el cineasta sabe que la percepción no es selectiva, y que todo lo que llega a los ojos (o sea, todo lo que hay en la pantalla) sigue viaje hasta el cerebro que es el que organiza todo lo que recibe y luego elabora nuestras respuestas afectivas. Y después el repetido concepto de que el cine es audiovisual… El cine es visual y audiovisual, en ese orden, si no la definición no es justa. El cine es visual, entra por los ojos. Es cine en el momento en que se puede ver. La parte sonora se complementa con esto. Fue lo que desde muy temprano defendió Eisenstein: la posibilidad de hacer un montaje no solo entre series de imágenes distintas, si no de las imágenes con una banda de sonido. Más herramientas para hacer el montaje y ser expresivos.
En general, la expresividad del sonido consiste fundamentalmente en el diálogo muy explícito, informativo, donde la psicología de un personaje es tal porque dice «yo soy así» o «vos sos así» y no se sabe más nada. Yo nunca leí mucho, pero lo que pude leer de literatura dramática siempre me sorprendió por la calidad e inteligencia con lo que lograban esto. Una anécdota que me gustaba contar en mis cursos era que yo, como casi todos, “pasé” por Homero y Esquilo cuando iba al liceo pero después nunca más leí sus obras. Muchos años después, una nieta mía precisaba el Agamenón de Esquilo… Como yo estaba en contacto con bibliotecas, lo saqué prestado y se lo llevé. Un día voy a la casa y lo veo arriba de la mesa. Nunca lo había leído y me puse a mirarlo. Pensé: “cuánto hace que no leo un diálogo de gente inteligente…” Y realmente, hacía mucho. Diálogo inteligente, donde alguien habla con otra persona y lo que se dicen no es banal, casual, informativo, sino que tiene una intención y la intención no es siempre clara, dice una cosa pero sugiere que está pensando otra, y el otro le contesta a lo que dijo pero da a entender que sabe lo que el otro quiso decir y se lo sugiere… Hay ahí algo más parecido a lo que es el diálogo normal de las personas porque uno no habla a lo bruto… Uno quiere conseguir un efecto en el que escucha.
RF: Lo mismo aplica a las imágenes en el cine de calidad…
LE: En los últimos años empecé a comprarme libros que debí leer hace 30, 40, 50 años. Eisenstein, algo de Kurosawa –porque es muy poco lo que hay escrito–, Bergman, Welles, Griffith, von Stroheim, Wyler… Con los que yo me acuerdo haber aprendido. Veía películas de Wyler, sobre todo las mejores, varias veces, y siempre encontraba algo nuevo o me sorprendía cómo él había acomodado los diferentes elementos, los encuadres, los movimientos, su famoso montaje dentro del cuadro (movimiento dentro de una toma larga)… Siempre te está diciendo algo, sobre todo por cómo organiza la imagen. Ese es el cine que yo más rescato: aquel en el que puedo percibir a un artista preocupado por poder decir, o mejor, sugerir, mediante el lenguaje visual y audiovisual, lo que quiere expresar.
(Nota editorial: Uno de los ejemplos que mencionó –y que a pesar de no verla hace años, su memoria lo retuvo—fue un momento que le llamó la atención de Romeo y Julieta (1954) en el que su director, Renato Castellani, utiliza un encadenado para representar el impacto de cuando se le notifica a Romeo que su amante está muerta):
Hace tiempo que tengo mis artistas importantes, que por supuesto no son para nada todos los que filman ni los más exitosos, que casi siempre deben atender los requerimientos de una industria en busca de consumidores. Son los que me parece que comunican o sugieren algo cuando arman un encuadre. Le ponen un detalle importante. Me acuerdo cuando utilizaba la última parte de El fracasado (1949) de Bergman en mis cursos. El protagonista se va a encontrar con su esposa, de la que estaba separado. Llegan a una estación de tren y se saludan con sobriedad, quizás con timidez, en el andén: gran plano general, el andén, ellos dos uno al lado del otro, el tren que empieza a andar… No se siente diálogo, solo el ruido del tren que arranca de a poco mientras uno los contempla a ellos dos en el andén. Luego se empiezan a ir y el protagonista vuelve porque dejó la valija en el piso, juntándose de nuevo con su esposa, a lo que la locomotora del tren, cuando está por salir de la pantalla (y preparando el final de la toma y de la escena), lanza una humareda blanca. La persona que hizo eso está con todas las antenas puestas en cómo sugerir una posible ambigüedad de sentimientos. Es un artista. No tiene una receta para hacerlo. Cualquiera se puede imaginar esa escena en un teleteatro turco o brasilero: el tren no se ve, el andén no se ve, ellos se dicen «cómo te quiero», etc., y listo. Pero esto es para otro público, corre por consideraciones que no son las de la industria y el mercado del audiovisual (y sin las cuales, por cierto, no existiría el cine ni los medios audiovisuales como hoy los conocemos). Acá los personajes no dicen nada: Bergman suprime las posibles palabras que abaratarían la expresión de sentimientos tal vez confusos… Todo está dicho por otros componentes de la escena. ¿Y qué es lo que pasa adentro de los personajes? El ruido del tren que se pone en marcha es la principal herramienta de sugestión. Los espectadores a los cuales se dirige el artista, están dispuestos a aceptar esas sugerencias enriquecedoras de la experiencia, a compartir la de los personajes, a valorar el esfuerzo creativo del artista que al respetar a sus personajes también respeta a su espectador.
RF: Estos momentos de cuidada artesanía podrían encontrarse en cualquier tipo de película, ¿no? La mayoría de la gente que se aventura a ver cine “viejo” mira los llamados “clásicos” pero lamentablemente ignora otras obras menos conocidas de la misma época, creando cómodas generalizaciones como suele ser en el caso de los westerns luego de haber visto apenas unos pocos…
LE: “Cine clásico” es una expresión que yo combatía fútilmente, porque está muy impuesta. Cuando empecé a leer crítica, el cine clásico no era el cine viejo, era las grandes películas de antes, y cuando se estrenaba una gran película, un crítico decía: “esto será un clásico”. No es la idea que hoy tenemos de que lo clásico es “el viejo blanco y negro.” Deben de haber pocas películas tan modernas como El ciudadano (1940). Me sorprenden más las cosas que estaban ahí y yo no me había dado cuenta que las que nunca me sorprendieron. La cabeza no da para abarcar todo. Usualmente cuando veo películas hechas ahora, en estos tiempos, el cuarto minuto ya está demás, ya lo vi. Es lo mismo que se hizo siempre. Los clásicos eran las grandes películas, los ejemplos. Lo demás era la industria. Conceptos que uno sabe pero que el espectador común no maneja o, para ser más exactos, finge que no maneja. Batman cae en una trampa, va a morir y en el fondo se sabe que no va a pasar nada. El espectador finge que no porque también tiene una conducta social.
Mis alumnos, cuando daba clase, frecuentemente me preguntaban –claro, yo hablo de todo viejo– por películas y directores nuevos. Lo más cercano a nuestro tiempo que yo puedo calificar así, porque hicieron varias películas con un sentido y expresión de ciertos temas, obras densas que guardan cosas que uno tiene que ir descubriendo a medida que se vuelven a ver y que uno las vuelve a ver con gusto por su calidad… Tarkovsky y todo un período de los hermanos Taviani, sobre todo San Miguel tenía un gallo (1972), La noche de San Lorenzo (1982) y Caos (1984). Es un trío que asegura la permanencia en la historia del cine de los Taviani. Hicieron otras cosas, a veces interesantes también, pero bueno, ni Bergman hace películas perfectas todo el tiempo.
RF: ¿Cómo te llevás con el cine hoy en día?
LE: Ahora ya no me entretengo del cine. Tengo un paquete de cable y de noche miro algo. A veces encuentro cosas interesantes, cosas de gente desconocida porque estoy desactualizado, y a veces encuentro películas como las que yo veía en las matinées…. Sin duda con más color, efectos y dinamismo. Eso le interesa a un montón de gente que va al cine y busca lo mismo que se buscaba en la época que yo empecé a ir, en ese mismo tipo de películas, que es el cine industrial. Hollywood sabe cómo hacer películas para que la gente se entretenga. En la televisión pasan Búsqueda implacable (2008)… No sé cuántas veces la vi porque me la encuentro. Es estrictamente de receta. El otro día vi Epidemia (1995) con Dustin Hoffman. En uno momento tiene que agarrar un monito y están en la casa de una familia, va una niña que quiere atraer al monito y así poder adormecerlo. La nenita va, el monito demora en aparecer, finalmente viene, hay un hombre está con el arma pronta, la nena se pone adelante del monito, el hombre no le puede tirar, se mueve un poco, pisa una madera, suena un ruido, el mono se alarma, finalmente queda descubierto, el hombre le pega un tiro y todo bien. Iba a salir todo bien… ¿por qué lo complicaron tanto? Por el suspenso. Todo gratis, con el único objetivo de conseguir el efecto. Imaginate a Shakespeare haciendo Hamlet de tal manera que viven los buenos y mueren los malos, todo sale bien… ¿Para qué molestarse con lo anterior? El final feliz anula el resto. La división del mercado consumidor es una de los primeros hallazgos del cine… Hay gente que consume y les damos diferentes productos. Primeros años del siglo XX. Ese esquema sigue vigente y no me interesa.
RF: No hace mucho había otra cultura de ir al cine. La gente no tenía miedo de callar a alguien que hacía ruido. ¿Era así cuando eras joven?
LE: No fui viendo los cambios de cultura cinematográfica en el público porque me fui alejando de las salas de cine hace años, pero hoy ir al cine es otra cosa. Más de ir en barra que antes, más de charlar que antes, de tomar pop y refresco, cosa que en Estados Unidos se hizo siempre pero acá no. Acá la película había que verla con mucho respeto y, es verdad, yo muchas veces sentí el chistido porque alguien hacía ruido. Y no estamos hablando de que la viera para estudiar los encuadres, no… Estaba siguiendo la película pero no quería que la distrajeran. Hoy suceden esos incidentes como aquel del actor de teatro que paró una función porque sonó un celular. ¿Qué remedio tiene? O el actor toma una actitud de esas y embroma a todo el público que la fue a ver, y se lo puso en contra, o la gente tiene que ir prevenida de que eso puede pasar. El teatro es más complicado… El actor tiene que estar concentrado y lo desconcentran.
RF: ¿Qué momentos de la filmografía uruguaya sentís que te han emocionado más?
LE: Tres o cuatro películas uruguayas preferidas que me salen espontáneamente pueden ser Whisky (2004), 25 Watts (2001), Mataron a Venancio Flores (1982) y Elecciones (1967). Hay alguna más muy interesante, por ejemplo Como el Uruguay no hay (1960). De Whisky y 25 Watts me llamó la atención, mientras las veía, la rigurosidad con la que hacían los encuadres, para que no sobrara nada y estuviera lo necesario, que la cámara que no se pusiera a buscar y estuviera todo ahí… Era muy austero y muy expresivo. Lo que había ahí decía cosas. Lo que pasaba también. No daba la impresión de que hubiera tomas superfluas. Cuando Pablo Stoll estudiaba en la Católica y yo era su docente, él estaba leyendo el libro Making Movies de Sidney Lumet. Se lo pedí prestado, lo leí y cuando se lo devolví le dije: “todo lo que está acá debería ser conocido.” No dice todo, pero todo lo que está hay que saberlo.
Elecciones es una película sobre la campaña electoral del ’66 y actividades de los políticos. Sigue más que nada a dos de ellos, pero muestra a casi todos los que participaron de la campaña. En una escena hay un discurso de Washington Beltrán, político blanco que había sido presidente del consejo de gobierno cuando era colegiado. El discurso de Beltrán está visto en contrapicado mientras él da el discurso en el micrófono. Está ligeramente acelerado, entonces él gesticula y parece Chaplin cuando le proyectan mal las películas. La cámara baja y hay un tipo con una cara de desgraciado, medio dormido, que tiene un vaso de agua y periódicamente se lo alcanza a Beltrán para que tome. Sube el brazo, Beltrán agarra el agua, baja el brazo, y así sigue la toma que es continua. No se oye el discurso. El contraste de los dos polos de movimiento dentro de la toma, Beltrán exultante hablando y el otro abajo, alcanzándole el vaso, creo que es un hallazgo visual expresivo como pocos. No sé si alguien lo planeó porque es difícil saberlo pero podría pensar que pudo haber sido Ugo Ulive (1933-2018), el co-director de la película junto con Mario Handler, en mi opinión un gran camarógrafo y que su calidad de cineasta es esa.
Después en Mataron a Venancio Flores había varios momentos pero el que me causó más impresión fue uno de impronta “Kurosaw-iana” que muestra la carreta yendo por el paisaje. A veces la carreta va de derecha a izquierda y viceversa lentamente, pero mayoritariamente las tomas son de frente o de atrás. En una de frente, filmada con un lente más bien largo, tele, la carreta se mueve todavía menos que la velocidad que va, y ese sentido de movimiento detenido, inútil, que se niega a sí mismo, yo creo que es un hallazgo expresivo de la película en la cual muchas cosas que se mueven a terminar en desastre. Es el movimiento hacia la nada, hacia la destrucción. Esas tomas así encaradas –Kurosawa hacía mucho eso y le encantaban los teleobjetivos– era muy poco usual de ver en una película uruguaya. El comienzo también tiene un prologuito que reúne a varios individuos de noche en la calle, conspiradores, y después se van cada uno para su lado. La cámara queda sobre el empedrado, medio iluminado rasante. Es una imagen plástica muy dinámica, cada piedra prácticamente iluminada y sobre eso instala un letrero con lo que va a venir en la trama. Mataron a Venancio Flores tiene varias cosas de esas de quien yo conocí bastante bien en una época, Juan Carlos Rodríguez Castro (1932-2016). Era muy talentoso y se dedicó mucho a la publicidad porque era lo que podía hacer. Siempre lamenté no haber podido volver a ver dos películas que él presentó al festival del SODRE, creo que en el año 60 o 62, una en la categoría para niños que se llamaba El caballo que hablaba. Él hacía mucha animación y era una película cortita de dibujos animados. No me impresionó mucho pero estaba bien. Ganó el premio a la mejor película infantil.
La que más me gustó fue la otra, que era del Banco Hipotecario: un locutor hablaba sobre cómo te ayudaba el banco mientras un funcionario examinaba los títulos de los terrenos y su legalidad, entonces su vestimenta volvía atrás en el tiempo, siglo XIX, XVIII, como soldado español y finalmente como indio. Como eran en 16mm y copias reversibles, lo que se filmaba se procesaba en positivo y era la única copia de uso, así se perdió mucho material. Juan Carlos una vez me dio un pedazo de un guion por una película que él quería hacer sobre Delmira Agustini y tenía algunas escenas muy buenas. Por ejemplo, un sueño en el que ella se encuentra con Rúben Darío. Con detalles de mucha riqueza. Yo me enteré cuando murió en el boletín de Cinemateca, o sea, un mes y pico después. Ahí llamé y hablé con el hijo. Lo conocía de chico porque mi primera incursión en el cine fue a través de él… Yo era estudiante de liceo con un edificio que estaba en mal estado, entonces se nos ocurrió hacer un documental, mostrar las rajaduras, las goteras, etc., y la empezamos a hacer… Ahí me descubrí con buena mano como para armar un guion visual. Nunca pude hacer un esquema narrativo, pero sí ver en imágenes. El documental no se terminó de filmar y fue cuando lo conocí a él. Yo tenía 15 años y él 27. Su hijo entonces era chiquito, Daniel Rodríguez Maseda, director de fotografía. Trabajó en una película argentina que se filmó en Minas… Patrón (1995).
RF: ¿Y del cine internacional?
LE: Doce segundos de Siete samurái (1954). Se trata de una toma dividida en partes que Kurosawa lo pensó para que haya un ritmo. Imposible darse cuenta de ese ritmo pero él sabe que tu cerebro lo registra, porque el cerebro quiere equilibrar las cosas. El sistema perceptivo aprecia mucho los equilibrios y los busca. Las dos divisiones son cíclicas.
(Nota editorial: El siguiente video incluye en su descripción un fragmento del artículo que Luis escribió para el número 6 de la revista impresa, el cual analiza este momento)