GRETA GERWIG y MUJERCITAS (2019)

Guía para chicas

La construcción de la actriz como “autora” de sus películas es, como mínimo, tramposa. Sin embargo, esta idea existe, y pensar a los actores y actrices como entes definidos y reconocible es cualquier cosa menos algo nuevo. En ese sentido, la carrera actoral de Greta Gerwig riza el rizo. Salida del mumblecore, un movimiento que privilegiaba la autogestión y lo espontáneo (aunque varios de sus creadores, en especial Andrew Bujalski, el director de Funny Ha Ha y Mutual Appreciation, han dicho que no había nada de improvisado en sus guiones y rodajes), Gerwig construyó (y deconstruyó) en la primera parte de su carrera una máscara muy precisa: la veinteañera confundida, que va de relación en relación, de trabajo en trabajo, irremediablemente simpática y querible más allá de su inconsistencia. “Si trabajaras en una oficina con ella de seguro te gustaría un poco. Pero fuera de la oficina, te preguntarías si en realidad es tan adorable como habías pensado”. Esa frase, dicha por el personaje titular de Greenberg (Noah Baumbach, 2010) es básicamente la que la definía frente a sus directores, sus espectadores masculinos, quizás ella misma.

Bajo esa óptica,  Hannah takes the stairs (Joe Swanberg, 2007) sería la piedra fundacional para el personaje “Gerwig”. De hecho, Hannah puede verse como un borrador de lo que después será su Frances Halladay en Frances Ha (Noah Baumbach, 2012). Aquí ya está su modo titubeante de hablar, su presencia incómoda (de hombros apretados, de cuerpo demasiado grande como para entrar en cuadro), sus escenas de baile espontáneo como si nadie estuviera mirando, y sobre todo, sus monólogos. Cerca del final, Hannah, en una escena escrita presumiblemente por Gerwig misma (en el film de Swanberg hay tres guionistas sumados a las “colaboraciones” de todos sus intérpretes), se explaya sobre lo “maníaco” que es enamorarse de alguien. En un mismo tono analítico y aparatoso (los personajes de Gerwig suelen tener muchas dudas a la hora de comunicarse, y estas suelen manifestarse de manera torpe, dando la sensación que quieren tanto que su punto de vista se entienda porque en realidad sienten que aunque hagan el mayor de los esfuerzos esto será en vano), Frances intentará convencer a los asistentes de una cena su idea del romance como una comunicación secreta entre dos personas, o como en su otra (y subvaloradísima) obra en conjunto con Baumbach, Mistress America (2015), Brooke intentará vender su restaurante comparándolo al de un hogar materno, ensoñado e inexistente. 

En Greenberg (2010)

Pero antes de sus dos colaboraciones como co-guionistas, Baumbach eligió a Gerwig para interpretar a Florence en la ya mencionada Greenberg. Hay algo de enamoramiento de la nueva ola juvenil en este film ya que además de Gerwig también actúa Mark Duplass, es decir, otra de las caras más reconocibles del mumblecore. Greenberg trabaja un tema bastante usual dentro de la filmografía de Baumbach: el choque, ya sea generacional, o cultural, entre dos fuerzas. En este caso Florence representa no solo una juventud incomprensible para el personaje interpretado por Ben Stiller, sino también la anti-intelectualidad que el protagonista desprecia, pero que en última instancia deja en evidencia ya no su ensimismamiento sino directamente la ridiculez de su solipsismo. “Es un filisteo. No le interesan los libros ni las películas” le dice Bernard, el escritor recientemente divorciado a su hijo Frank para referirse al amante de su esposa, Ivan, en Historias de familia (The squid and the whale, 2005), un film anterior de Baumbach. “Quizás yo también sea un filisteo” es la respuesta de Frank. “No tengo muchos libros” dice Florence casi pidiendo disculpas a Roger Greenberg (Stiller) cuando revisa su pequeña biblioteca. Sin embargo Roger, por más superior que se siente a todos lo que lo rodean, está cada día más desconectado del mundo. No reconoce su ciudad natal, todos sus amigos se alejaron de él y pasa la mayor parte de sus días escribiendo cartas de quejas a diferentes empresas. Mientras tanto, es un no-conductor en Los Angeles, la ciudad donde nadie camina, lo cual lo hace dependiente de todos, en especial de Florence, la asistente de su hermano. La crítica usual a Greenberg (la película) de que Florence es retratada como una especie de manic pixie dream girl (la estereotípica chica indie ensoñada, proyección de sus realizadores, que existe en la trama solo en función de los vaivenes emocionales del protagonista varón super sensible) desatiende la mirada impiadosa de Baumbach. De la misma manera que Roger no es un espejo de las virtudes de su público varón-culto-clase media alta, sino más bien una lupa a sus mayores defectos, Florence tampoco es precisamente la imagen con la que una chica-espíritu- libre quiera verse. 

Si Greenberg más allá de la presencia de Stiller en el rol protagónico, no era precisamente un producto del mainstream, los dos siguientes roles de Gerwig sí estaban insertos en el cine industrial estadounidense. Tanto la remake de Arthur (Jason Winner, 2011), como la comedia Amigos con derechos (No strings attached, Ivan Reitman, 2011) representan lo más insustancial que los estudios de Hollywood pueden ofrecer. Tras el fracaso crítico y comercial de ambos films, Gerwig volvió al cine independiente actuando bajo las órdenes de coetáneos (o casi) de Baumbach como son Todd Solodnz (en Wiener Dog, 2016) y Whit Stillman (Chicas en Conflicto, o Damsels in distress, 2011). De alguna manera Gerwig construía un personaje extra-cinematográfico aún más carismático que el de las ficticias Hannah/Florence: el de la chica educada sentimentalmente  por el cine indie de los ’90, convertida ahora en una especie de embajadora de ese espíritu para una generación posterior, como portadora de la antorcha. Sin embargo, fue más bien con sus dos colaboraciones como co-guionista y protagonista de Frances Ha (2012) y Mistress America que Gerwig terminó de solidificarse como actriz-autora.

En Frances Ha (2012)

Es muy discutible, pero el binomio Frances/Mistress son más películas encubiertas de Gerwig como cineasta que del mismo Baumbach. Sus puntos en común con la filmografía del realizador es tenue, y tienen más que ver con las ideas que terminarán de cristalizarse en sus dos películas como directora, Lady Bird (2017), y Mujercitas (Little women, 2019). Episódicas, veloces (en especial por el uso del montaje rápido de pequeñas escenas como recurso narrativo, herencia del cine ’80 generalmente despreciada y parodiada, que Gerwig utiliza como herramienta para narrar en pocos detalles lo que a otros directores les llevaría mucho más tiempo) y falsamente ligeras en su aspecto de comedia (una de las mayores virtudes de Gerwig directora-guionista es hacer pasar bajo una apariencia amable una amplia gama de momentos desoladores), las dos tienen como centro a protagonistas mujeres (y eso también las aparta del universo de Baumbach, generalmente masculino). Tanto Frances como la Señorita América que es Brooke, parecen vivir en una ficción creada por ellas mismas que inevitablemente se hará añicos contra la realidad. La misma estética de Frances Ha lo hace evidente: el hermoso blanco y negro de su fotografía, la utilización en la banda sonora de la música incidental que George Delerue compuso para Francois Truffaut y Jean Luc-Godard en los 60s, e incluso un homenaje explícito a una secuencia de Mala Sangre (Mauvais Sang, Leos Carax, 1986) son un universo de algodón dónde Frances aprenderá de manera dificultosa que su vida no es “una de la nouvelle vague”. Para hacerlo tendrá que separarse de su mejor amiga (que ya se separó de ella), aceptar un trabajo que no es el soñado tras pasar por varios que la hacen sentir estancada, y finalmente, después de un período nómade, encontrar un lugar donde vivir sola. Es mitad una coming-of-age post-adolescente (ese género que narra la construcción del héroe en los términos más prosaicos posibles) y una historia de amor frustrado entre dos mujeres. Lo mismo puede decirse de Mistress America: Brooke se vuelve un sujeto fascinante para su futura hermanastra Tracy (Lola Kirke), una aspirante a escritora. Parte de esa fascinación reside en el carisma que ejerce la independencia y existencia (falsamente) lujosa de la que Brooke hace alarde. Tracy es testigo y partícipe, pero también detecta la mentira y la construcción de una ficción constante, lo cual se corresponde a la mirada misma que Gerwig siente por su personaje, entre la admiración, el desconcierto y la tristeza. (Gerwig admitió que la génesis de Brooke surgió durante la escritura de Frances Ha: en ese momento se trataba de un personaje menor, pero al momento de hacerla hablar surgieron páginas y páginas de un monólogo que la volvía algo independiente, lejano al universo de su predecesora). “Me dijo que toda historia es una historia de traiciones. Yo pensé que eso no era cierto, pero nunca se lo diría. Era muy divertido estar de acuerdo con ella”. Esa frase, dicha en voz en off por Tracy sobre una pantalla negra antes que empiecen los créditos, define perfectamente la relación entre ambas mujeres y cuenta en pocos segundos la historia que vamos a ver. Al igual que Frances, Brooke parece (o desea) vivir en una película en la cual ella es la protagonista. Su miedo a la vejez y la irrelevancia la convierten en una figura trágica. No una adulta, sino la cáscara de la adultez. Por eso mismo es que cambia de aspecto de acuerdo al entorno que la rodea: un jogging y el pelo recogido hacia atrás para volverse una profesora de spinning, unos lentes de marco grueso y súbitamente es la docente particular de matemática para una niña, un gamulán y se convierte en una emprendedora buscando inversores para su restaurante. Sus diálogos consisten en frases extremas, articuladísimas, astutas, pero que en última instancia dejan en evidencia su inseguridad. El personaje es realmente un testimonio de la economía narrativa de Gerwig y su habilidad, sutileza y diversidad como intérprete, generalmente desestimada. Tras leer el cuento que Tracy escribió sobre ella, Brooke se siente expuesta y usada, lo cual puede verse como una toma de responsabilidad de Gerwig hacía el personaje que creó. Al final, cuando se reconcilien, no será tanto un final cerrado y feliz sino más bien un nuevo comienzo para ambas. La misma sensación de transcurso y continuidad será la de su ópera prima como directora, Lady Bird

En Mistress America (2015)

Si Frances Ha remite a la nouvelle vague y Mistress America busca un vínculo entre la comedia sofisticada de los ’30 con la comedia neurótica de los ’80 (con Jonathan Demme y Martin Scorsese como principales referentes), Lady Bird finge ser una comedia teen cuando en realidad tiene mucho más que ver con el cine de Mike Leigh (uno de los directores más admirados y citados en entrevistas por la misma Gerwig). De hecho la trama puede recordar a La chica de rosa (Pretty in pink, Howard Deutch, 1986), con adolescente de clase media baja y sus dos pretendientes. Lo que la diferencia no es solo el tono y la atención a los detalles, sino también que a Gerwig le interesan más bien poco los devaneos sentimentales de su protagonista con los dos chicos, y en cambio se enfoca mucho más en sus vínculos con otras dos mujeres: su madre y su mejor amiga. Con ambas se peleará (y solo arreglará de forma directa el quiebre con una de ellas) justamente por su empeño en volverse otra, una que empieza desde su mismo nombre. “Lady Bird es el nombre que me dí a mi misma” dirá varias veces. Y Lady Bird sueña con irse de su ciudad natal a Nueva York, algo que su familia no puede costear, y también con tener de novio a un adolescente risiblemente snob (incluso más snob que ella). La relación siempre tensa con una madre que la ama pero que al mismo tiempo no puede sino sentir fastidio ante sus afectaciones, generando así un roce constante, está en el centro mismo del relato y aún más: Lady Bird abre con ambas durmiendo en la misma cama, casi abrazándose, y cierra con el mensaje que deja la hija en el buzón de voz de su madre, sin que haya un verdadero progreso o un cierre entre ambos personajes. En última instancia, es un relato sobre el origen de una persona, y lo ambivalente que son las emociones con respecto al lugar de donde uno proviene, en el disfraz de la esquemática comedia romántica adolescente que la misma protagonista podría alquilar de Blockbuster.

Durante el momento del estreno de Lady Bird la prensa hizo énfasis en el carácter de auto-ficción del film. Hay algo condescendiente en la asunción de autobiografía detrás de esa pregunta, de asumir que toda historia tiene un correlato real, en especial aquellas contadas por mujeres. Gerwig, de cualquier manera, jugó con esa idea, marcando que había detalles que sí se correspondían a experiencias personales, en especial haber nacido y vivido toda su adolescencia en Sacramento (aunque una y otra vez afirmó que su interés residía en retratar la ciudad californiana que rara vez veía en las películas), que al igual que su supuesta sosías ella también era una chica obsesionada con el teatro, y la ambientación en el 2002, un entorno temporal que se corresponde al de su adolescencia (Gerwig nació en el 83). La sensación de Gerwig trabajando con elementos de su vida ya estaba presente incluso en Frances Ha, donde actúan sus padres y hay toda una secuencia filmada en el hogar donde creció. No es improbable que la idea misma, conflictiva como pocas, de la auto-ficción, haya sido un puntapié para su adaptación de Mujercitas

En el rodaje de Mujercitas (2019), junto a su elenco

Hay un largo historial de versiones de la novela de Louisa May Alcott: tres cinematográficas previas, varias para televisión, incluso una serie animada japonesa. Gerwig es ampliamente consciente de esto y su Mujercitas debe ser la versión más meta de todas. Muchos de los episodios por lo que es más recordada la obra de Alcott son tratados por Gerwig casi como un trámite para llegar a lo que realmente le importa. El ejemplo más claro es la caída de Amy en el lago congelado: mientras en todas las otras versiones esto es tratado como un momento de tragedia inminente, aquí es un instante más y lo que realmente le importa a su guionista y directora es detenerse en la conversación que tendrá Jo con su madre después del accidente, donde esta confesará que siente rabia casi todos los días de su vida, que sólo aprendió a domarla, y que espera que su hija sea mejor que ella y convierta su rabia en un motor de independencia. Gerwig da por sentado que de una manera u otra la historia es familiar para todas/os, y por lo tanto se pregunta por qué es necesario contarla nuevamente. El texto mismo de Alcott puede ser interpretado simultáneamente como un tratado pre-feminista a la par de Una habitación propia de Virginia Wolf, y al mismo tiempo también es un catálogo de buenas costumbres a ser adquiridas para las señoritas de la época. Gerwig tiene esta dicotomía muy presente. Y las razones tienen algo que ver con cómo Wolf argumentaba que para que una mujer pueda crear necesita no solo un lugar dónde hacerlo, sino también ayuda financiera. Eso mismo se entrecruza con la interpretación de Mujercitas como texto veladamente autobiográfico. Cerca del final, Jo, Amy y March discutirán cuál es la importancia de contar historias personales y domésticas y si la importancia no está en el mero hecho de narrarlas. Gerwig, que se dedicó una y otra vez a contar historias que a buena parte de los críticos varones les pueden resultar “pequeñas” (como si la construcción de uno mismo, la necesidad de crecer, el cambio y corte de relaciones con seres amados fuesen temas irrelevantes), enfrenta la discusión por dos lados: primero por dejar en primer plano conversaciones íntimas entre madres e hijas, hermanas, y amigas, donde los hombres cumplen un rol secundario, pero también tienen un peso económico, un lugar de autoridad ejercida desde el poder material (sobre todo en Mujercitas, pero también en Frances Ha, cuando la protagonista vive temporalmente con dos hipsters que tienen muchísimo más dinero que ella, y Mistress America, con Brooke dependiendo financieramente de su novio), y cuya injerencia en esas relaciones termina siendo perjudicial por esto mismo. Y segundo, cómo esas historias de mujeres se cuentan en un mundo reacio a escucharlas. “Para el final la protagonista tiene que estar casada o muerta” le dice el editor literario a Jo como condición para aceptar su novela. Gerwig utiliza la misma creación de la novela de Alcott, y las concesiones que la autora tuvo que hacer para poder publicarla (así como el mismo trato que logró para poder conservar los derechos) como comentario mismo de la historia. Mientras en las otras versiones, el vínculo de Jo con el profesor Bhaer era construido con tiempo para que los espectadores acepten que la protagonista, decidida a nunca casarse, finalmente se entregue a un señor mayor que ella y que funciona como figura autoritaria, en esta ocasión todo el desenlace es tratado como un chiste. Gerwig pone en evidencia el parche por lo que es, o mismo el parche que la mayor parte de las “historias de mujeres” necesitan para poder salir al mundo. Se distancia de su final “sentimentaloide”, generando el mismo efecto catártico por la parodia que las versiones anteriores conseguían por la vía del respeto.  

Gerwig es, dentro de directoras/es nacidos en los ’80, prototípica en su post-post modernismo. Es decir, ya no la consciencia que toda historia ya fue contada antes, sino esto como algo obvio y cotidiano, que marca nuestras relaciones no solo con la ficción, sino con nosotras/os mismas/os y quienes nos rodean. 

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