No hace falta ser un gran cinéfilo para detectar -aunque sea a vuelo de pájaro- las múltiples referencias que La La Land evoca incluso desde su campaña publicitaria. Algo similar ocurrió años atrás con El artista (2011) de Michel Hazanavicius, que pretendía llevar a cabo lo que a priori era un ejercicio alocado: una película muda, sin diálogos, con intertítulos y rodada totalmente en blanco y negro. Algo que de alguna manera pretendía rendir homenaje a la época dorada del cine mudo, emulando -por supuesto- las especificidades técnicas, y tomando como excusa una historia bobalicona que narraba las desventuras de un actor famoso en el cine mudo, que encontraba su perdición (económica) con la llegada del cine sonoro (¿no les recuerda algo?).
Allí la fábula torpe-simplona-cursi-plagada-de-lugares-comunes era un travestismo para lucir las ropas de un cine que supo tener autores de la talla de Fritz Lang, Friedrich Murnau, Carl Dreyer, Alfred Hitchcock, Charles Chaplin y Buster Keaton. Autores de cine, todos ellos muy lejos de las boberías que presentaba El Artista, con un actor pusilánime que hacía macacadas con su rostro y lucía las piruetas de su coqueto y diminuto terrier.
La película ganó todos los premios importantes en los Oscar, incluyendo mejor película. Dejó en claro algo: Hollywood ama el auto-homenaje, ya no importa si es con clase o sin ella. De alguna manera El Artista es eso que Truffaut denominaba “Cinéma de Qualité”: un cine de guionistas en un esquema formulado que pretende complacer a cierto espectro del espectador, precisamente a la clase dominante, la elite, que se auto complace de su exquisito gusto cultural al poder ver y disfrutar en el siglo XXI de una película muda y en blanco y negro. Imagino por un momento a esos espectadores que rieron y disfrutaron en el cine las piruetas de ese perro terrier, enfrentándose con Juana De Arco (1928), de Dreyer o M el Vampiro (1931), de Lang. Y los imagino sorprendidos al ver que el cine mudo y en blanco y negro, ofrecía algo más que piruetas de perros y macacadas de actores.
Pasa lo mismo con La La Land: hay aquí referencias a joyas del cine musical de antaño (Un americano en París, West Side Story, SweetCharity, El sombrero de copa y hasta Cantando bajo la lluvia) pero únicamente desde lo técnico, desde lo estrictamente formal. Desde el uso del color, el vestuario, los emplazamientos de cámara. Algo así como una postal, una cáscara en el más literal de los sentidos. La LaLand es un producto de industria que oficia de recuerdo pos-procesado para hacerle un guiño al cine musical, pero sin la calidad de ese cine: un melodrama con la profundidad de una piscina infantil.
Guiños, plagios, algún virtuosismo técnico olvidable, y por sobretodo una carta de amor a la ciudad de Los Angeles, Hollywood y su industria. El mensaje final es tanto o más pueril que el de la película de Hazanavicious: “Cumplir un sueño requiere sacrificios”. Una peli sin compromisos ni ideas que en su chabacanería pusilánime invita también a no comprometerse. Nos habla del sacrificio para llegar al éxito y nos pinta para ello todos los colores del arcoíris. ¿Será casualidad?
La La Land ganará el Oscar a mejor película, porque entre todas las cosas es una película conveniente y porque sin quererlo, retrata con mucha precisión un momento histórico y generacional que nos identifica con pena. La época de los fotógrafos de Instagram, los militantes de Facebook y los amores de Tinder. La época de la cáscara y no del huevo.
La La Land, 2016. Dirección: Damien Chazelle. Elenco: Emma Stone, Ryan Gosling. Duración: 127 min.